Amantino
Lo de Mestalla, con su empate y su tangana, entraba dentro de lo predecible. El Valencia y el Inter jugaron con los dientes apretados y la yugular hinchada, a la argentina, y en esos casos puede escaparse el mordisco. La bronca final habría sido penosa, pero venial, de no enloquecer aquel muchacho del banquillo. Llegarán los castigos y se robustecerá, probablemente, la mutua antipatía. En cualquier caso, cuenta lo que cuenta. Y el avance del Valencia a cuartos no constituye una gran sorpresa. Tampoco el avance del renqueante Milan, cuya necesidad de prórroga ante el Celtic, como su derrota de ayer ante el Inter, da una idea bastante exacta de la realidad rojinegra.
Lo verdaderamente peculiar fue lo del Roma.
Si un marciano hubiera bajado a la Tierra el martes, se hubiera abonado a todos los canales de pago y hubiera estudiado todos los encuentros europeos, habría llegado a la conclusión de que el Roma es el gran tapado de esta Liga de Campeones.
La gracia del Roma radica en un alma impredecible. Y esa gracia excéntrica se ajusta como una camiseta al cuerpo de Alessandro Faiolhe Amantino, conocido como Amantino Mancini. ¿Alguien se acuerda de Luis Silvio Danuello? ¿No? No, claro. El tal Danuello era un jugador aficionado en Brasil, adquirido casi a ciegas en 1980 por el Pistoiese, recién ascendido a la máxima categoría. Cuando llegó a Italia, le preguntaron si era delantero: "Sei una punta?". Danuello dijo que sí, que era "ponta", lo que en portugués significa centrocampista. Le colocaron de ariete, duró seis partidos y el Pistoiese bajó de nuevo a la B.
Pues bien, lo de Mancini es como lo de Danuello, pero al revés. Amantino Mancini llegó a Italia en 2002, adquirido por el Roma al Atlético Mineiro y cedido al Venezia. El Roma lo había fichado como recambio de Cafú porque en Brasil jugaba como lateral derecho, y el técnico veneciano, Gianfranco Bellotto, le mantuvo en esa posición. Fue un desastre.
La temporada siguiente, 2003-2004, Fabio Capello lo rescató para el Roma. Aún no había debutado y ya estaba en todos los chistes: los pronosticadores profesionales le señalaban como el fiasco del año. Capello le hizo jugar un poco más adelantado, como centrocampista externo, y el público empezó a dudar de que Amantino fuera tan malo como había parecido en Venecia. Entonces llegó el derbi con el Lazio y el gol mágico de Aamanti: córner y remate de tacón, al ángulo, en un salto indescriptiblemente bello. Los romanos, que, por razones de vecindad vaticana, tienen a Dios muy a mano (uno de sus gritos contra la afición adversaria es "Che Dio vi furmini", "Que Dios os fulmine" con acento local), bautizaron la jugada como "il tacco di Dio". Mancini empezó a tocar la gloria.
Luego hubo lesiones y complicaciones. Lo peor fue lo segundo: cuando se juega en el Roma, pelearse con Francesco Totti constituye una gran complicación. Mancini se peleó con el tótem. Por entonces, su traspaso al Juventus se daba por seguro. En éstas que llegó Luciano Spalletti al banquillo romano y prohibió la venta del hombre del tacón de oro. Spalletti forzó la reconciliación con Totti y adelantó un poco más la posición de Mancini. El brasileño que llegó a Italia como lateral derecho se transformó en extremo izquierdo.
Quien vio el gol de Amantino Mancini frente al Lyón (control de un balonazo larguísimo, cinco bicicletas en el área, adiós para siempre al defensa y zurdazo a la escuadra) tiene motivos para besar la calva de Spalletti y para amar el fútbol.
El Roma es capaz de jugar muy bien, como demostró el martes. Si juega siempre así, llega paseando a la final de Atenas. Pero el Roma, como Totti, como Mancini, sufre de vez en cuando ciclotimias agudas. Eso suele ser fatal en Liga de Campeones. La eliminatoria con el Manchester dará la medida romana. Si las cosas van mal, quedará al menos el gol de Mancini. Y se podrá hacer con él lo que recomendaba Trappatoni, con su involuntario surrealismo: "olvidarlo como un recuerdo bellísimo".
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