Lejos de Macondo
Gabo y Vargas Llosa, que se lo merece, serán los dos premios Nobel de la narrativa en español que continuarán más vivos.
Lo primero que hice para conmemorar a Gabo es volver a leer a Mario Vargas Llosa. Su libro perdido -y ahora encontrado gracias a Galaxia Gutenberg-, Historia de un deicidio. No es fácil que haya mejores lectores que ese que tuvo García Márquez.
Los dos más grandes novelistas vivos en nuestra lengua han tenido demasiados años de desamores, desencuentros y de soledades para ser una pareja que está destinada a seguir caminando junta en la historia. Serán los dos premios Nobel -Vargas Llosa está condenado a obtenerlo un año de éstos- de la narrativa en español que continuarán más vivos, así pasen otros cien años. Así, en esta semana tan de Gabo me doy cuenta de que se pueden tener dos amores a la vez y no estar loco. Que la locura es afirmar a uno para negar al otro. Pensar que son incompatibles estos dos escritores complementarios.
Dos necesarios deicidas que comparten, entre otras muchas cosas, una misma "mamá grande", o hermana, o amiga, o lo que quiera que sea esa mujer que lleva tantos años unida a sus vidas. Por suerte para ellos. Se llama Carmen Balcells. Y alguien como ella viene muy bien a los deicidas. A los que viven para escribir. No importa que hayan soñado otras vidas, que se hayan imaginado pianista de burdel o presidente de un Gobierno americano. El destino los ha puesto en sus sitios. Y lo suyo ha sido escribir.
Para ello hay que tener todo resuelto, según palabras del mayor de los deicidas, del que hoy estamos celebrando tantas cosas. Los 40 años de aquella primera edición, esa que ahora también se recupera con su portada original. Todavía no era aquella de cuadros azules que pintó su amigo Vicente Rojo, que llevaba la e de soledad al revés, llevando la contraria, en rebelión contra los corsés de un idioma que no se dejaba retorcer de la manera que lo hizo Gabo cuando se empeñó en enseñarnos su mundo desde Macondo. Esa portada, ese libro, fue para muchos de nosotros una revelación, también en nuestro idioma se podían volver a fundar aventuras tan mágicas, tan locas y tan universales como en Amadís de Gaula, como en el Quijote, como en Valle-Inclán, pero con otros aromas, con otros sabores, otros vivos y otros muertos.
Para poder escribir de esa manera hacen falta muchas cosas. Un pueblo como Aracataca, unos abuelos como los suyos, una manera de contar el pasado, de vivir el presente, además de hacerse visitante de Yoknapatawpha, amigo de Faulkner y ser deslumbrado por una historia que comenzaba "al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontrarse en su cama convertido en un monstruoso insecto...". Más o menos como un mal sueño contado por su abuela.
Y el deicida comenzó a escribir. Cambió de pueblo, de ciudad, de país, pero nunca cambió la patria del idioma. Llegó a Barcelona, encontró amigos, recuperó conocidos -hacía tiempo que era el marido de Mercedes, aquella guapa muchacha de Barranquilla- y volvió a recurrir a ese editor, ese señor republicano y catalán que desde Buenos Aires publicaba lo mejor, viniera de Barcelona o de cualquier lugar de la América que hablara o escribiera en español. Don Francisco Porrúa, el editor de Cien años de soledad, ya no podrá estar en las conmemoraciones del libro, ni en las de cumpleaños ni en las del Nobel, pero nunca se apartará de la historia de aquel muchacho que una vez dijo que desde la muerte de su abuelo no le había pasado nada interesante. Murió cuando Gabo tenía ocho años.
Las celebraciones han comenzado. No estarán algunos amigos. Tampoco irá a las celebraciones una de las mujeres de su vida, la ya citada Carmen Balcells. No estará el amigo cantautor de Tirso de Molina. Ni estará "la Balcells". Hay demasiado tumulto para los amigos de verdad.
Yo, que soy un experto en no encontrarme con Gabo, tampoco iré después de estar casi todo organizado. Soy manco por unas semanas. Y, como casi todos los mancos, quiero escribir. Se me está ocurriendo un principio: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento... ¡No suena mal!
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.