Cándido
A PARTIR de la sentencia extraída del libro Sobre la esencia de la libertad humana (1809), del filósofo alemán Schelling, en uno de cuyos párrafos se puede leer: "Ésta es la tristeza que se adhiere a toda vida mortal, una tristeza que, sin embargo, nunca llega a la realidad, sino que sólo sirve a la perdurable alegría de la superación", George Steiner publicó hace un par de años un breve ensayo, ahora traducido al castellano, con el título Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (Siruela), que, con toda probabilidad, provocará polémica. Pero ¿por qué ha de ser polémica una frase de Schelling que nos recuerda el inexcusable trasfondo melancólico de nuestra existencia mortal y, aun antes de ello, por qué ha ocupado la mente de Steiner hasta el punto de establecer hasta diez tesis sobre la tristeza del pensar?
Apasionado por naturaleza y habiendo alcanzado ya esa alta edad proclive a la melancolía, George Steiner (París, 1929) lo que hace, en el fondo, en el ensayo citado, es un balance crítico, puesto al día, sobre los límites y limitaciones del pensamiento, pero abarcando, como en él es característico, todas las perspectivas cognitivas hoy disponibles, incluidas las de la ciencia. A pesar de la tristeza alegada, yo no creo que se aleje de la posición de Schelling, que considera a ésta como el envés de la "alegría de la superación", como, asimismo, resalta el perfil luminoso del conocimiento y de la personalidad humanos sobre un indudable océano de oscuridad. ¿Dónde estará, así, pues, el quid polémico de esta disertación, al margen de que, en la actualidad, eso sí, parece casi prohibido hablar de nuestra condición mortal, cuando los diarios de masas, un día sí y otro también, publican pronósticos científicos de que se está a punto de vencer a la muerte?
En 1759, el muy sardónico Voltaire publicó su vitriólica novela Candide ou De l'optimisme, donde, en plena Ilustración, ponía en solfa la peligrosa ingenuidad de un filósofo leibniziano, que, caricaturescamente, alardeaba de estar en "el mejor mundo de los posibles". Doscientos cincuenta años después, no parece que hayamos progresado mucho, por lo menos, en relación con la evidente perduración de esa simétrica cosecha de pesimistas y optimistas, periódicamente enfrentados dentro de la misma congregación de pensadores seculares, o, si se quiere, de "sacerdotes de la Ilustración", algo que nos debería hacer reflexionar precisamente sobre cómo y en qué piensa, cuando piensa, el hombre moderno.
La tristeza y la alegría son estados de ánimo que nos embargan, pero que, en ningún caso, se deberían asociar con el pesimismo y el optimismo, los cuales, cuando desbordan los circunstanciales límites del talante, se convierten en ideologías peligrosas. De todas formas, aun reconociendo su simétrica identidad, quizá tuviera razón Voltaire al considerar comparativamente más ridícula la grey de los optimistas, que hoy, tristes o alegres, se multiplican de manera exponencial.
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