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Columna
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Dos Españas

Parece irremediable que la vida política corra sin freno hacia un enfrentamiento acalorado y profundo, como un tajo mezquino, entre la derecha y la izquierda. La sombra de las dos Españas vuelve a filtrarse en las plazas públicas, los cafés y los domicilios. La verdad es que resulta milagrosa esta desgarradura, una superstición, porque cada vez parece más difícil en la realidad distinguir a la derecha y la izquierda. La derecha se siente muy incómoda, muy indignada, ofendida hasta extremos de camisa azul, en un país gobernado por la izquierda, pero en el que los empresarios ganan más dinero que nunca, no hay desestabilización social grave y la iglesia católica vive subvencionada, conservando intactos todos los privilegios concedidos por la dictadura franquista. La izquierda sensata no gusta a la derecha, aunque la derecha cometa ahora todas las insensateces tradicionales de la izquierda y se haya hecho partidaria en la práctica de la desacralización del país, del divorcio, del aborto, de la dignidad de la mujer y del derecho al voto. Cuando todo está más confundido, la brecha se abre y las diferencias se apoderan de la escena política. Quizá este proceso sólo sea posible en una escena política desconectada de la realidad, convertida en un simulacro en el que la representación poco a poco ha sido desplazada por las batallas virtuales. Existen dos España pero al margen o más allá de España, de la España que trabaja o sufre el paro, se casa o se divorcia, estudia o celebra el botellón, se compra una casa o se va de su casa para viajar por el mundo cuando el calendario ofrece un puente de plata. En cualquier caso, no conviene tomarse la crispación en broma, porque las realidades virtuales influyen en la piel con sus borraduras, y suponen la cancelación de la política real, en un camino que lleva hacia la abstención, territorio siempre favorable a la derecha.

Como ya no somos hermanos, y disfrutamos de la misma sociedad de consumo, ahora no tiene ningún sentido acudir a las armas. La barbarie virtual puede encauzarse, sin que las manifestaciones y la sangre rojigualda llegue al río. Podríamos llegar a un acuerdo de crispación civilizada, una división incruenta de las dos Españas. Ya que la derecha se está acostumbrando a acudir a Madrid, convocada por el simulacro de sus líderes, deberíamos ponernos de acuerdo para que se quede allí, con todo lujo de atenciones y una pensión que les permita mantener su nivel de vida. Los ciudadanos de Madrid no afectados por las agitaciones viscerales del PP pueden venirse a provincias, acogidos por la solidaridad de la vida sin gritos. Sería una manera sensata de responder a un proceso de separación triste, pero inevitable, por el que Madrid, ciudad de la corte mediática y la derecha indignada, se va alejando poco a poco de España. Los insultos consuetudinarios del Parlamento no representan a España, sino a la crispación mediática, en la que sin ninguna duda se acomodarán muy bien los españoles que hacen un alto en sus pacíficos viajes internacionales para poblar de turismo colérico y sabático las calles madrileñas. Así nos dividimos España sin necesidad de matarnos. Hay otras posibilidades, pero tienen que ver con la política real, y no sé si quedan fuerzas para hacer política real y salirnos del vértigo marcado por los estrategas de la antipolítica. El PSOE está pagando caros los errores cometidos por debilidad a la hora de defenderse de las manipulaciones envenenadas del PP. Se equivocó en la oposición al firmar un pacto bipartidista contra el terriorismo, marginando a las fuerzas democráticas que gobiernan el País Vasco y reduciendo el asunto a un problema de pareja. Y se equivocó al no permitir que De Juana Chaos, una vez cumplida su pena, saliese a la calle, como le correspondía por derecho. No debió asustarse de que se materializaran finalmente las medidas de gracia aplicadas a la condena del terrorista durante el Gobierno de Aznar. Deberíamos volver todos a la España real para salvarnos de las dos Españas virtuales.

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