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Columna
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El país de la aventura y del I+D+i

Investigación, desarrollo e innovación. Esas, sin duda, son las claves del futuro de la economía y, por extensión, de todo y de todos. Todas las políticas económicas occidentales participan de esa coincidencia y ésa parece ser la hoja de ruta del departamento de Industria (ya se llama Innovación e Industria) del actual Gobierno de Galicia. Quizás ésta sea la última oportunidad para un país que ha llegado tarde a todas las fases esenciales del desarrollo de la economía productiva.

Deberíamos pensar en buena lógica, que igual que no existen "países pobres", sino empobrecidos, no es que Galicia haya llegado tarde, sino que nos han retardado, habría que decir, las circunstancias y los intereses ajenos. Pero la propia naturaleza tecnológica de la actividad industrial actual e incluso la parte menos cínica de la globalización nos convierten a la ciudadanía de Galicia en agentes activos de nuestro propio futuro económico a nada que las circunstancias no frenen el proceso de autogobierno, que debería ser creciente.

Conviene remarcar esto, además, en un momento en que la disputa con el Gobierno central sobre las competencias en la gestión y administración de los fondos europeos que le corresponden directamente a Galicia por ser región objetivo 1 tiene un elemento claro de tensión y discrepancia. Lamentablemente, este aspecto, con un valor más que pedagógico, no estuvo presente en el reciente debate estatutario.

Dirían los clásicos que la innovación no sustituye ni reemplaza la lucha de clases, dicho sin retórica, que no aplaca la defensa legítima de los intereses de las empresas y los trabajadores, pero sí es cierto que hasta determinado punto la innovación no tiene más ideología que la de la productividad y la competitividad, y ese horizonte de eficacia productiva bien puede constituir el mejor punto de convivencia racional entre capital y trabajo. Si en algo fue evidente el fracaso de los experimentos socialistas, antes incluso de desembocar en las más macabras tiranías, fue en la burocratización de los sistemas de gestión de la producción.

En Galicia capital y trabajo bien pueden invocar una tradición propia de innovación que debemos de localizar tanto en la histórica epopeya de nuestros trabajadores emigrantes como en la genuina creatividad de determinadas empresas y empresarios en los últimos 200 años. Y me refiero a un amplio abánico de ejemplos que arranca con el marqués de Ibáñez para abarcar actividades como la conserva, la construcción naval, la pesca o la industria agroalimentaria y textil.

Respecto a los éxitos empresariales resulta más fácil su identificación y, ahora incluso, su documentación (léase la magnífica publicación Empresarios de Galicia, coordinada por Xoán Carmona), pero en cuanto a la emigración, posiblemente estemos en el mejor momento para su reinterpretación, lejos de folclorismos interesados al no ser ya reproducibles las condiciones de miseria que la desencadenaron, para poner en valor el verdadero carácter de aventura, innovación, creatividad y audacia de nuestros compatriotas emigrantes que sin mayor bagaje que su inteligencia y sus manos dejaron atrás aldea, agricultura e idioma para inscribirse en la vanguardia industrial y comercial de América Latina y Europa. A pocas comunidades en el mundo se les puede pedir tan evidente constatación de convivencia y respeto por la diversidad cultural.

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Estamos en un momento en que la tecnología es universal, accesible, aplicable y evolucionable por todos los que vivimos y trabajamos en la sociedad occidental, sin importar incluso el tamaño de las empresas. Si liberamos el concepto de innovación de supersticiones tecnológicas y lo vinculamos a la identificación y desarrollo de sectores estratégicos y de mercados exteriores, a la creatividad y a la inteligencia de gestión, es posible que logremos los gallegos ser, por una vez, los únicos responsables de nuestra calidad de vida futura y propietarios de nuestra agenda económica y política.

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