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Reportaje:

El desconcierto de la Real

El público acusa al Consejo de Administración de los males de un club que perdió su identidad al alterar en 1989 su filosofía deportiva

Cuando abandonó, en 1983, la presidencia de la Real Sociedad tras dos títulos de Liga, José Luis Orbegozo firmó una frase que resultó enigmática: "Dejo un club herido de muerte". Después del éxito deportivo, parecía un atrevimiento, pero desde entonces la Real ha ido sumando decisiones que, lejos de sacarla del infierno, han acabado por marearla. Hoy, en Guipúzcoa, casi nadie apuesta un euro por la salvación de la Real, a 13 puntos de la permanencia en la Primera División con sólo 14 partidos por delante. El público dictó sentencia el sábado: salvó al entrenador, Miguel Ángel Lotina, al que agradece su bonhomía, y cargó contra el Consejo de Administración, presidido por Miguel Fuentes y cuya gestión fue respaldada hace unos meses por el 95% de los accionistas.

El problema de la Real es más profundo que la búsqueda de culpables inmediatos. El equipo donostiarra siempre ha reaccionado con urgencia a los nuevos retos que plantea el fútbol profesional. Cuando el Barça fichó a Bakero, Begiristain y Rekarte de una tacada, en 1989, y el Athletic se llevó a Loren, decidió cambiar su política y sus señas de identidad de un plumazo. "No podemos competir en inferioridad", vino a decir el entonces presidente Iñaki Alkiza y, tras un ligerísimo debate, se contrató a Aldridge, un irlandés del Liverpool, de 31 años, que en dos temporadas dio un rendimiento magnífico: 40 goles en 75 partidos.

Tan bien salió esa jugada que la Real se animó y, en la misma medida que iba internacionalizándose (más aún a raíz de la ley Bosman), fue perdiendo sus señas de identidad. Casi un centenar de extranjeros han pasado por la Real desde entonces y los aficionados sólo recuerdan a media docena: Kodro, Karpin, Kovacevic, Carlos Xabier, Océano y Nihat. Los restantes sólo sirvieron para frenar una cantera con más dificultades para llegar al primer equipo, con el que la afición cada vez se reconocía menos. A los seis se los llevó el dinero. Es decir, dos décadas después, la Real tenía el mismo problema deportivo (a los buenos se los llevan los grandes) y la misma herida de muerte (Fuentes dijo que el club estaba en quiebra técnica y podría desaparecer si no prosperaba la ampliación de capital).

Este último curso ha sido especialmente singular. Diez extranjeros en nómina y ninguno ha cumplido las expectativas. Harto del cambio de entrenadores y de jugadores, el público (los apenas 20.000 seguidores que acuden a Anoeta) ha cargado contra los máximos dirigentes, que fueron recibidos como salvadores. El hartazgo es total. El desconcierto, también. La superstición ha vencido. No en vano en los últimos 13 años la Real fue cinco veces la 13ª, su puesto favorito en la clasificación.

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