Sonidos
El latido del corazón de la madre que oye del feto es semejante al zumbido rítmico que le llega al vecino de la primera planta desde la discoteca situada en el sótano. Ese sonido sincopado que nos martilleó antes de nacer y que ya hizo vibrar nuestras mucosas más íntimas lo reencontramos visceralmente a lo largo de la vida en el compás de ciertas melodías. Cuando pasa un coche vomitando por las ventanillas unas descargas salvajes de música bakaladera, pienso que el interior del vehículo es una placenta y que el tipo al volante se cree aún en el vientre de su madre. Han desaparecido los sonidos medievales: el yunque del herrero, el grito del buhonero, la trompetilla del pregonero, el rebuzno del asno en la soledad de la era a las tres de la tarde. En medio de aquel silencio compacto, que reinaba antes de que se inventaran los motores de explosión, de pronto, las campanas, los cohetes, el jolgorio de la multitud, las cornetas y tambores tenían un sentido orgiástico. Servían para que la gente, después de un largo periodo de tedio, reventara por dentro el día de fiesta. Hoy aquellos sonidos ya no son reconocibles. Se los han engullido los tubos de escape, las sirenas de las ambulancias, las taladradoras y el estruendo insoportable del tráfico. No obstante, quedan todavía algunos sonidos antiguos muy misteriosos. Ninguno tan aterrador como aquel cántico guerrero que oí una noche desde el exterior del campo de refugiados hutus en Tanzania. De pronto, en la cerrada oscuridad comenzaron a verse enormes fogatas en el campamento y en medio del resplandor de las llamas un coro de miles de voces se apoderó de todo el espacio de Benako. Aquel himno de guerra tenía un ritmo entreverado de rock y tam- tam cuyo eco se multiplicaba en el fondo de los valles. Los refugiados hutus parecían dispuestos a saltar todas las vallas para volver a Ruanda con la intención de vengar su suerte con una nueva fiesta de sangre. Después, no lejos de allí, en las reservas de Serengeti y Masai Mara en mitad de la noche también oí el fragor de las fieras que cazaban y se apareaban. Toda la sabana hervía de aullidos desgarrados, de los cuales unos eran de agonía y otros de máximo placer, mientras el sonido de un mosquito cruzaba una y otra vez la habitación buscando el modo de atravesar la mosquitera. Bastaba su hilo vibrátil para que el sueño se convirtiera en la pesadilla de un bombardeo. Oh, tiempos aquellos en que el rebuzno de un asno se oía a un kilómetro de distancia y se engullía todo el silencio.
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