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Columna
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Lección

Líbano es el país de la memoria histórica, y en este sentido resulta aleccionador: para no imitarlo. Aquí las fechas, los rostros y los signos de las memorias -una por cada bando de sus sucesivas contiendas- se desploman como lápidas de mármol, formando un gran cubo repleto de tópicos que, literalmente, aplasta las posibilidades de eliminar los prejuicios. Pancartas y carteles y lugares ocupados mediante sentadas y coronas de flores y tumbas y escapularios y chapas y hasta pisapapeles de metacrilato recuerdan de forma permanente lo que ocurrió y a quién le ocurrió. Lástima que cada bando utilice la rememoración a su manera, del mismo modo que cada escolar aprende la historia de su país de acuerdo con los libros que convienen a su comunidad, en clara discordancia con las historias de los otros.

Pero incluso esto sería soportable -anacrónico e incómodo, pero soportable- si ese sarpullido de interpretaciones, esa balsa de partículas inexactas, pudiera llegar algún día a disolverse para formar un todo armónico, gracias a lo que ni ha sucedido ni parece que vaya a suceder: el reconocimiento de las culpas propias por cada grupo y la sincera, o al menos práctica, petición de perdón. No debería ser difícil, en principio, que todos se arrepientan y todos se disculpen, ya que todos cometieron errores y crímenes.

Ése y no otro es el escollo, la descomunal muralla que separa a este país de su paz interna. Reconocimiento y perdón para facilitar la reconciliación verdadera, más allá de los actos simbólicos, que también se convierten en pesada piedra caliza que añadir al descomunal monumento a la memoria envenenada que es el Líbano. Monumento que atasca el flujo de los días, falso cierre de heridas, rastro de sangre que se prolonga hasta el presente.

Tristemente, esto es lo que ofrece el Líbano al resto del mundo, incluidos nosotros, los españoles: la lección de que no basta con recordar; hay que saber. Y que no basta con saber: hay que hacer acto de contrición y pedir perdón para poder perdonar.

Pensaba en todo ello ayer, durante la manifestación multitudinaria por el segundo aniversario del asesinato de Rafik Hariri, en un 14 de febrero que es otra piedra, otro muro, otro abismo.

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