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Tinduf desolada

Han sido nada menos que 52 las resoluciones favorables desde 1990, aunque ya hemos perdido la cuenta. Como cada año, también el último (el día 14 de diciembre) la Asamblea General de la ONU aprobó por 70 votos a favor y ninguno en contra otra nueva resolución reafirmando que el del Sáhara Occidental es un problema de descolonización interrumpida que sólo puede resolverse mediante la práctica del principio de autodeterminación. España se abstuvo en la votación. Nuestro representante en las Naciones Unidas adujo que, aun cuando su Gobierno apoyaba ese principio, no era el único susceptible de abordar este proceso descolonizador. No consta que el embajador pasara entonces a exponer qué otro principio sería aplicable para acabar con esta vergüenza política que dura ya demasiado.

Ignorante de los recovecos de la política internacional, a uno le parece una inhibición culpable. Es escandaloso que España se abstenga de aliviar la suerte de la región del planeta en la que le asiste menos derecho a abstenerse y más deber de estar implicada. Incluso habría más razones para disculpar esa vergonzante neutralidad en Estados Unidos y Francia, países con los que en este litigio España está alineada. Al fin y al cabo, Sáhara Occidental no ha sido nunca una porción de aquellos Estados como lo fue del nuestro. Por eso muy pocos días después el presidente argelino pudo sacar los colores al español pidiéndole mayor compromiso con vistas a organizar el referéndum requerido por la legalidad internacional. Y es que, recordó Buteflika a Rodríguez Zapatero, "España no puede quedarse indiferente ante la suerte actual del pueblo saharaui, que ustedes colonizaron desde 1885 hasta 1975". ¿O no es tal indiferencia la que hoy permite que sea el reino de Marruecos el nuevo y más brutal colonizador?

Por lo que se escucha en los campamentos, los saharauis confían en la sociedad española, pero tienen al Gobierno español como enemigo. Es verdad que la responsabilidad última corresponde a las Naciones Unidas, pero pocos Gobiernos del mundo como el nuestro guardan la llave de la solución del problema. A falta de autoridad mundial con poder para disuadir a la actual "potencia ocupante" (Marruecos), le tocaría a la anterior "potencia administradora" (España) emprender pasos que desbloqueen la situación. Pues ésta se pudre a tal extremo que, según bastantes refugiados, la única esperanza reside en una nueva guerra con el invasor. No porque haya la menor confianza en ganarla, claro está, sino porque sólo así los jugadores decisivos de la partida se verían forzados a mover ficha en este tablero político congelado.

Podría ser entonces que el Gobierno no estuviera defraudando tan sólo a los pocos saharauis, sino a muchos españoles más, y que en este punto fuera tan enemigo nuestro como suyo. Es cosa fácil de entender. Antes o después, un Gobierno democrático debe y suele dar noticia de sus políticas, lo mismo de sus proyectos que de sus resultados. Se trata de una obligación sin la cual el ciudadano permanece incapaz de formar su juicio político y, por tanto, de ejercer el debido control de sus mandatarios. De modo que, mejor o peor, la opinión pública española está oficialmente informada de las razones de la salida de nuestras tropas en Irak o de nuestra actual presencia militar en Bosnia y Afganistán. Hasta podría recordar que, bajo la presidencia de España, el Consejo de Seguridad aprobó en 2003 por unanimidad la resolución 1.495 en apoyo del Plan Baker para descolonizar el Sáhara Occidental, esa resolución que no quiere aplicarse. Ahora bien, ¿quién explicó a esa opinión pública el giro radical de nuestra política en este conflicto precisamente a partir del último cambio de Gobierno? ¿Algún ciudadano conoce por boca del ministro Moratinos la postura oficial ante la estrategia marroquí y el futuro a medio plazo de la ex colonia? Quizá se nos pasó por alto, pero ¿acaso ha dedicado el Parlamento español una sola sesión a debatir de esta notoria injusticia que un Gobierno franquista comenzó y varios Gobiernos democráticos llevan treinta años manteniendo? ¿Cuál es entre nosotros el partido que introduce este pleito en su campaña electoral o en su agenda política?

Se dirá que el ciudadano medio, en su habitual desidia hacia la cosa pública, tiende a despreocuparse de las andanzas de su país en política exterior. Y eso es cierto, salvo seguramente a propósito de Sáhara Occidental. En este asunto, una nutrida población española está volcada a través de múltiples asociaciones de solidaridad, ayuda humanitaria, acogida de niños, etcétera, mientras su Gobierno no da señales de sentirse concernido. Así las cosas, en la medida en que hemos convertido ya a esas gentes en bastante "nuestras", junto al derecho a saber la suerte que se les prepara nos mueve también un justificado interés en saberlo.

Aceptemos, pues, con algún entendido que el derecho al autogobierno del Sáhara no ha de equivaler sin más al derecho a su independencia. A lo mejor bastaría que ese autogobierno garantizara el retorno y una vivienda digna a los exiliados, la disposición autónoma de sus riquezas naturales y la libertad para defender sus proyectos políticos. Sólo que, desde su probado desprecio hacia los mandatos de la autoridad internacional -y conforme al trato político que dispensa a sus propios súbditos- no es de esperar que el régimen de Mohamed VI acceda de buen grado al reconocimiento de tales cotas de soberanía saharaui. Y la pregunta es cómo va a favorecer España ese reconocimiento, mientras vende a aquel régimen las armas que lo vuelven imposible.

Al visitante de los campamentos de Tinduf le abate el espectáculo desolador de aquel paraje y de sus pobladores. Los mayores se entregan a rumiar el pasado, los más jóvenes no se hacen ilusiones sobre su porvenir, los niños acuden a una escuela a la que sus maestros -desprovistos de alicientes- faltan cada vez más. Entre tanta basura sin recoger y pozos sépticos sin depurar, cunde la desidia y la desmoralización. Son vidas sobrantes: al carecer como refugiados de derechos políticos, carecen también de derechos como seres humanos. Se ha dicho que la solidaridad hacia estos despojos de Tinduf discrimina a la mayoría que malvive en los territorios ocupados a merced de la presión y represión marroquíes. ¿Y no podría nuestro Gobierno contribuir al acercamiento de estas dos partes de la quebrada sociedad saharaui para así forzar a la observancia del reiterado dictamen de las Naciones Unidas?

Porque sería sencillamente infame que tanta memoria histórica para los de aquí dejara olvidados a los de allá, esos que un día nada lejano también fueron de los nuestros.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco.

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