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Columna
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Candidatos

Seguramente debemos a Federico II de Prusia la pintoresca utilización del guerrero como elemento ornamental. Luego sus éxitos políticos, militares e intelectuales popularizaron entre las naciones esta contradictoria institución: jóvenes atléticos y pertrechados para el combate, convertidos en estatuas, mitad atracción turística, mitad monumento viviente a una idea de Estado que soñaba con aunar el poder y la estética.

Coinciden estos días candidatos presidenciales que llaman la atención por elementos ajenos a la estricta política: Hillary Rodham Clinton, Ségolène Royal, Barack Obama. Dos mujeres y lo que antiguamente se llamaba un mulato. Más allá de sus ideologías y programas, su atractivo radica en lo que tienen de relativamente distinto. Como antes Angela Merkel o Michelle Bachelet, su pertenencia a un sexo o a un grupo específico sugiere que sus prioridades serán menos partidistas y más transversales. Una idea que la práctica no suele confirmar, como en el caso de Margaret Thatcher o Condoleezza Rice.

La seducción, sin embargo, es inevitable en un momento en que no pedimos a los políticos que administren la cosa pública, que parece ir a su aire para bien y para mal, sino que iluminen nuestros pasos en tiempos de confusión, cuando nada parece resolver la duda existencial, el caso social y el inminente desastre planetario. Y menos unos bandos tradicionales estancados en posturas irreconciliables y tan hartos de oír y decir los mismos argumentos que han de acudir al denuesto y la ironía para ver si la crispación disimula la inercia y la desgana. Las miradas, pues, se dirigen hacia horizontes nuevos de donde emergen candidatos cuya condición personal valoramos por encima de sus cualidades individuales. Otros elementos de juicio no tenemos. De tenerlos, no necesitaríamos recurrir a los profesionales. No iríamos al médico si supiéramos tanto como el médico. Elegimos a base de experiencia, difícil de extrapolar, y de vagas conjeturas. Y pensamos que algo sustancial ha cambiado cuando vemos a una mujer o a un negro avanzar entre dos filas de coraceros impertérritos, herederos de los que acuñó Federico II, porque era un estratega y un ilustrado y un artista, y porque le gustaban los chicarrones con locura.

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