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Reportaje:Fútbol | La violencia

Una 'guerra' antigua

Los 'tifosi' han degenerado en rebeldes peligrosos por la marginación social y un extremismo político inclinado a la espectacularidad

Enric González

La pregunta en Italia es obvia: ¿cómo se ha llegado a esto? La respuesta es aún más obvia: a esto se llegó hace ya mucho tiempo. Dos semanas atrás, en Catania, centenares de ultras enloquecidos cargaron contra la policía y un inspector resultó muerto. Fue una tragedia, no una sorpresa: la temporada pasada, 760 agentes sufrieron heridas en los estadios y sus alrededores y el Ministerio del Interior tuvo que destinar 291.700 jornadas policiales a la protección del fútbol. La del calcio es una guerra antigua y abundante en víctimas. Cada acción violenta alimenta rencores. Pero también hay un negocio de por medio.

Todo empezó de forma relativamente inofensiva. Los tifosi fueron, en una época, un modelo para las aficiones europeas. Los primeros grupos de ultras -adoptaron ese nombre para distinguirse como extremistas en la fidelidad a sus colores- surgieron a finales de los 60. La Fosa de los Leones, del Milan (1968); los Ultras Tito Cucchiaroni, del Sampdoria (1969), y los Boys, del Inter (1969), se formaron como escisiones de las peñas tradicionales y adoptaron ritos de los hooligans ingleses. Lo más visible eran las coreografías, las pancartas burlonas dirigidas al rival, el espectáculo global de la curva, los fondos de los estadios, y en otros países, España incluida, el tifo era visto como algo formidable.

Lo principal es mantener el dominio del 'territorio' y del negocio frente a los esfuerzos de la policía
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Las convulsiones políticas de los 70 se trasladaron de inmediato a la curva y empezaron a registrarse en torno al calcio batallas campales que no se explicaban por rivalidades futbolísticas, sino ideológicas. Los ultras del Roma, por entonces rojos, y los del Lazio, ya negros, protagonizaron un terrible enfrentamiento tras un derby en 1974. Fue la primera señal de alarma. No se le dio, sin embargo, demasiada importancia. Entre la vaga amenaza de un golpe fascista y el surgimiento de grupos terroristas de extrema izquierda, como las Brigadas Rojas, Italia estaba demasiado ocupada para inquietarse por el fútbol.

El Mundial español, en 1982, en el que los tifosi tuvieron en general un buen comportamiento, permitió encubrir las señales inquietantes. La vivacidad de las curvas era tan popular que las grandes marcas patrocinaban a los grupos ultras. Canon, por ejemplo, subvencionaba las gigantescas banderas que caracterizaban a las Brigate Gialloblu, del Verona.

La tragedia de Heysel -la final de la Copa de Europa de 1985, en Bruselas- supuso el inicio del declive de los hooligans. Para los ultras italianos, en cambio, fue un estímulo. Un ejemplo: en 1988, las Brigadas Rojinegras, del Milan, alcanzaron los 15.000 afiliados. Empezaron a hacerse habituales las batallas entre ultras enemigos y la policía se habituó al papel de fuerza de interposición. Todo ese fragor encubrió otro fenómeno. La organización de trenes especiales para los desplazamientos de los ultras, sufragados muchas veces por los clubes; la confección de pancartas gigantes, la preparación de coreografías y el lanzamiento de colecciones de prendas, mucho más allá de las simples camisetas, de los ultras habían habituado a los jefes clánicos a mover dinero y provocado una cierta profesionalización. Los ultras tenían un negocio y la curva era su territorio privado.

En los 90 el fenómeno acabó de desmadrarse. Los frecuentes choques con la policía, no siempre preparada, forjaron el odio del ultra hacia el esbirro. En ese odio había componentes de marginación social y de un extremismo político más inclinado a la búsqueda de la espectacularidad y la resonancia -de ahí, el giro general al fascismo: una pancarta que jalea Auschwitz y el exterminio de los judíos asegura la repercusión mediática- que a los objetivos ideológicos. Ser ultra era una declaración de rebeldía. También contribuían al furor el alcohol y las drogas, de circulación libre en la curva. Para los jefes, sin embargo, lo principal era mantener el dominio del territorio y del negocio frente a los esfuerzos de la policía para introducir la ley. En internet es fácil encontrar la lista de consejos al ultra en batalla: ropa similar a la de los compañeros y cara cubierta, silencio en caso de detención y teléfono del abogado de confianza en el bolsillo.

Los clubes tuvieron su responsabilidad en el auge del fenómeno. A partir de 2003, cuando trataron de controlarlo, ya no pudieron. En 2004, los ultras de ambos bandos forzaron la suspensión de un Roma-Lazio y luego cargaron juntos contra la policía. ¿Por qué? Porque las dos directivas habían decidido limitar el poder de la curva y se oponían a que los ultras mantuvieran puestos de venta de sus productos en el estadio. También habían cortado la financiación de los viajes. Los sucesos de aquel Roma-Lazio constituyeron una demostración de fuerza contra las directivas y contra la policía. Claudio Lotito, el presidente del Lazio, sigue viviendo bajo protección permanente de una escolta policial.

Quien quiera saber cuál es el ambiente sólo tiene que utilizar un buscador de internet y escribir ultras junto al nombre de cualquier club italiano. Bastantes páginas están cerradas desde los sucesos de Catania. Las que permanecen abiertas siguen rebosando odio.

Un violento sostiene una piedra durante los incidentes en Catania que costaron la vida a un policía.
Un violento sostiene una piedra durante los incidentes en Catania que costaron la vida a un policía.ASSOCIATED PRESS

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