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LA CRÓNICA

Sílaba de fuego

Las palabras ya no son lo que eran, el hombre las ha llenado de matices y alteraciones. En busca de esas distorsiones y enmascaramientos, la escritora mexicana se remonta al posible origen de las primeras palabras que pronunció el ser humano: no y sí, un binomio clave en la jungla del vocabulario. En esa aventura recuerda que las personas que han perdido la capacidad de comprender el significado de las palabras saben cuando les dicen verdades o mentiras.

Se escucha el siseo de la serpiente que pretende embaucar al lector en una historia de falsedad

Es posible que la primera palabra humana fuera "no". Como defienden dos científicos españoles, los profesores Castro y Toro en Proceedings of the National Academy of Sciences, según un artículo publicado hace algún tiempo en este mismo periódico, la clave de la evolución cultural no habría sido el mimetismo, sino la transmisión de una serie de categorías, calificadas como buenas y malas. Los primates no enseñan a sus hijos a evitar el peligro del fuego, no advierten con un "no" (no toques ahí), y dejan que éstos se quemen, que aprendan las cosas por sí mismos. Nosotros habríamos aprendido a ahorrar experiencias negativas, experiencias que desgastan, convirtiendo la reprensión en algo positivo, el "no" en una palabra formadora. ¿Y cuál sería la segunda palabra entonces? Junto al "no" es fácil imaginar la aparición del "sí": algo es malo, negativo, algo es "no", y otro hecho es positivo, bueno, un hecho "sí". Junto a lo no, lo sí. Si aceptáramos la palabra no y la palabra sí como las primeras, intentar imaginar la tercera, la cuarta y la quinta sería casi un reto: el fuego quema, entonces aprendimos a decir no+fuego; el agua apaga el fuego y la sed, y la cuarta palabra pudo ser sí+agua; pero también en el agua podemos ahogarnos y la quinta palabra tal vez fuera no+agua.

Podríamos verlo así: el sí y el no son los polos positivos y negativos que cargan las palabras, y la lengua, el interruptor que activa esa energía: la energía del fuego, del agua, del rayo. La lengua bautiza la palabra positiva o negativamente. Luego, el juego de cargas se hace más complejo, las sílabas se multiplican, las palabras pueden contener varios síes y un no, una sílaba de agua y dos de fuego, una sílaba de fuego y tres de aire. Las sílabas aprenden a jugar, a desarrollar juegos tan complejos que incluso una palabra no puede llegar a convertirse en una palabra sí.

Continuemos con el ejercicio imaginativo: tendemos una frase completa sobre la mesa de estudio, levantamos el caparazón que la cubre, como la carcasa que protege un aparato de radio, e, igual que al retirar la carcasa de la radio aparece un bosque electrónico -formado por diodos, transistores y condensadores-, tutelada por el binomio no-sí, la frase aparece como un verdadero bosque de energía que fluye, que se detiene, que se acumula. El bosque de la frase está formado por multitud de palabras cuya etimología acaba siempre por toparse con un "sí" y un "no".

Dejemos ahora que la fantasía se apodere de nuestra lengua y la parta en dos, creando dos lenguas independientes: con una decimos que "sí" y con la otra "no", ¿cómo si no podría haber nacido el término árabe "assara", que significa a un tiempo "revelar" y "guardar" un secreto? Es como si el "sí" y el "no" hubieran creado una alianza, una palabra aleación en la que ambas hubiesen conservado idéntico poder.

El viaje de las palabras ha sido tan largo... Las sílabas que hemos puesto a circular aquí se han enmascarado hasta olvidarse de sí mismas; incluso el morse de reglas bajo el cual se formaron es ahora distinto, hasta el punto de que han dejado de significar lo mismo para unos y para otros. Podríamos decir que la palabra se ha vuelto loca, o nosotros hemos enloquecido con la palabra, de suerte que donde unos leen amor otros leen armisticio.

Pero mucho antes de que esto ocurriera ya habíamos conocido la lengua bífida de la serpiente, su hipnótico siseo, el eterno "sí" que en realidad ocultaba un "no". La mentira nació hace mucho tiempo. Recordemos lo que nos contaba Oliver Sacks en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. En el pabellón de afásicos del hospital psiquiátrico en el que trabajaba, los enfermos habían mostrado su deseo de escuchar el discurso del presidente de Estados Unidos ("el Actor", como lo llamaba Sacks). Para gran sorpresa del neurólogo británico, en la sala de la televisión se organiza una gran algarabía, todos ríen a carcajadas, parecen encontrar el discurso del presidente extremadamente divertido. Los afásicos, en el nivel más grave de esta enfermedad, son personas que han perdido la capacidad de comprender el significado de las palabras. Sin embargo, para valerse por sí mismos en la jungla de la comunicación, para relacionarse con el mundo exterior, aprenden a extraer sentido de los gestos, del tono de quien les habla, distinguen una gama infinita de matices en la mirada de su interlocutor, y lo hacen de una forma tan extraordinaria que sus familiares y cuidadores dudan a veces de que verdaderamente estén enfermos; lo que los afásicos saben, sin ningún tipo de duda, es si la persona que se dirige a ellos lo hace con la verdad o con la mentira. En el hospital psiquiátrico de Oliver Sacks, los afásicos sabían que lo que les decía su presidente no era más que una colección de mentiras, y se reían de la manera tan tosca en que éste creía ser capaz de engañarles.

Podría decirse que en el caso de los afásicos se produce una pérdida y una ganancia, y que la pérdida de la palabra se ve compensada por la recuperación de un extraño poder: ése por el cual un niño, ajeno a las palabras que le dirige un adulto, cuyo vocabulario aún no ha adquirido, reconoce cuándo éste intenta engañarlo. Entender el verdadero sentido de las palabras sin necesidad de pensarlas. Aunque quizá sea aún más difícil de detectar, por el grado de sofisticación del engaño, ese mismo excipiente, de verdad o mentira, en el que se conducen las palabras se encuentra también en el reino de la escritura. Porque existe un equivalente a ese rictus de intranquilidad que el afásico reconoce en los labios de quien le habla en la palabra escrita, y el texto rezuma sudor cuando el escritor hurta o imita, tartamudea cuando pierde pie aunque diga encontrarse en suelo firme, se llena de tics cuando engaña. Se escucha el siseo de la serpiente que pretende embaucar al lector en una historia de falsedad; y si bien sabemos que "verdad" y "mentira" no son categorías absolutas, somos grandes especialistas en el engaño, en su producción y en su desenmascaramiento. El lector, entonces, sabe también íntimamente cuándo un escritor dice la verdad; es decir, cuándo es fiel a su pulso interno y respira con el texto. Frente al persistente siseo de la serpiente, ese texto conoce muy bien el valor de la palabra "no"; en realidad, la pausa impuesta por esta palabra es su ley. De algún modo, el "no" es la palabra formadora de la que hablábamos al principio, la primera palabra, una sílaba de fuego que conduce a la región más fértil, la del silencio. Y es que, lejos de la paradoja, sólo quien es capaz de crear silencio, puede avanzar por el camino del "sí".

FERNANDO VICENTE

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