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Columna
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La cultura

Parece que el Guernica, de momento, no será expuesto en el Museo Guggenheim de Bilbao. Da lo mismo. El museo celebra sus primeros diez años y el balance es a todas luces positivo. Es difícil pensar la capital vizcaína sin el monumental suflé de titanio de Frank Gehry. Cuesta imaginar lo que sería la Villa sin el museo americano asomándose a la antigua cloaca navegable que, con él y frente a él, se ha transformado en calle mayor de la ciudad.

Parece que todo ha sido siempre así, pero a finales de los años 80 Bilbao era lo más parecido a un cadáver urbano. Agua estancada y polvo de metal. Hay que admitirlo. Muchos creímos, aunque ahora nadie quiera recordarlo o reconocerlo, que la apuesta por la franquicia museística acabaría en desastre o, como poco, en chasco a lo Bienvenido Mister Marshall. Afortunadamente, no fue así. Nada como el museo ha propiciado, de manera objetiva y subjetiva, real y figurada al mismo tiempo (profecía que se cumple a sí misma) la recuperación de la ciudad. Diez años que acumulan diez millones de pares de ojos admirando el museo más en su continente, sospecho, que en su variable y aleatorio contenido. Diez millones de visitantes que, como diría Max Aub, han leído la ciudad (y quizás el país) con sus pies. De manera que, gracias a este éxito, el director del Guggenheim Bilbao se puede permitir el lujo de decir la verdad y explicar que el museo pierde dinero, lo cual quiere decir que todos lo perdemos. Ganamos y perdemos y ganamos. ¿Ganamos o perdemos? La realidad no es plana, tiene grietas, no puede ser hermética. Cada año, una cuarta parte del presupuesto es aportada por las instituciones, es decir, por nosotros. Y nos cobran la entrada. Y tampoco esto importa, supongo. Supongo que es lo lógico y supongo que todo va bien. Supongo que ganamos incluso si perdemos. A lo peor nos dejamos ganar igual que quien se deja ganar al ajedrez para lograr otra clase de triunfo, quién sabe. No todas las partidas se disputan sobre el mismo tablero.

La cultura del hierro, como gustan decir los políticos, ha sido sustituida por la del titanio. La cultura del arte. La cultura, digamos, de la cultura. ¿Pero qué es la cultura? La cultura, según informe de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) y la Fundación Autor, es ya el sexto sector productivo de España y crece más velozmente que el resto de la economía nacional. Ya ven. Ya vemos, oímos y leemos, según dicen. El volumen de negocio de la cultura ronda los 100.000 millones de euros, lo cual supone prácticamente un 4% del producto interior bruto. Y el sector crece, aunque también es cierto que el saldo de la balanza exterior es negativo. El caso, sin embargo, es que el mercado hace de la cultura (o de algo así llamado) mercancía. Mercancía que rinde beneficios.

Pero seguimos sin saber a qué diablos llaman cultura nuestros gobernantes, gestores y asesores culturales. T. S. Eliot intentó poner orden en el asunto en sus famosas Notas para la definición de la cultura, texto que debería ser de lectura obligatoria para alcaldes y concejales de cultura (pobrecicos, de evento cultural en evento cultural, de concierto en concierto y de aurresku en aurresku). El uso y el abuso del término "cultura", viene a decirnos Eliot, ha convertido a la palabra en portavoz de todos los sentidos y de ninguno. "Es de justicia añadir", escribe el norteamericano y anglocatólico poeta, "que por lo que se refiere a decir disparates acerca de la cultura, no hay diferencia alguna entre políticos de una facción u otra. La carrera política es incompatible con la atención que requiere el utilizar los significados exactos de las palabras en cada ocasión". Nacionalistas, socialistas o populares dicen y han dicho cosas similares acerca de este asunto tan poco definido. Eliot, antes que nada, distinguía entre cultura individual, de grupo o clase, y de la sociedad en su conjunto. Trató de disociar la cultura de la política y de la educación. Intentó rescatar esta palabra que hoy, más que nunca, es carne de mercado y mercadeo político.

El balance del Guggenheim es positivo, pero ello no significa que los bilbaínos tengamos más cultura que hace 10, 20 o 50 años. Puede que hoy la cultura sea el sexto sector productivo, pero eso nos obliga a aceptar que la última entrega de Torrente es cultura (pues como tal está subvencionada). En fin, no sé, voy a releer a Eliot.

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