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Espejismos yugoslavos

La desintegración de Yugoslavia ha levantado muchas polémicas. Si algunas nacen de percepciones dispares sobre cuestiones decisivas -así, el principio de autodeterminación-, otras remiten a discrepancias en lo que se refiere a la identificación de los hechos. A todo lo anterior se han sumado, entre nosotros, las disputas generadas por la inevitable inserción de los avatares yugoslavos en algunos debates celtibéricos.

Algunas de esas controversias encuentran sugerente expresión en el artículo que publicó el 31 de enero, en EL PAÍS, Miguel Herrero de Miñón. Vaya por delante que los argumentos en él vertidos se ajustan poco, afortunadamente, al canon de las opiniones manifestadas durante años por estos pagos. Ello es especialmente cierto en lo que atañe a tan espinosa cuestión como es la desintegración de Estados. El criterio que Herrero maneja al respecto nace de una intuición fundamental: la de que la historia es, al cabo, el patrón para dirimir estas cosas, de tal suerte que no faltan países -así, Croacia- que, investidos por el peso de aquélla, disfrutarían de suyo de un derecho inalienable a buscar un camino independiente. Esta respetable asunción plantea, claro, sus problemas: si, por un lado, la historia está llena de trampas, por el otro parece que se nos invita a desentendernos de lo que piensan los seres humanos vivos.

Importa sobremanera subrayar que, en su reconocimiento de nuevos Estados, los gobiernos occidentales no sólo han rehuido por igual los criterios historicista y presentista: han aceptado sin más la independencia de las repúblicas que, en las constituciones de la URSS, de Checoslovaquia y de Yugoslavia, disfrutaban formalmente del derecho de libre determinación. Al operar así, han esquivado los tres caminos que, según otras tantas percepciones, aconsejan acatar el principio correspondiente: el que invoca la condición de los pueblos colonizados, el que se reclama de violaciones masivas y prolongadas de derechos básicos, y el que apela a la bondad democrática de Estados deseosos de dar salida al presunto descontento de una parte de su población. El criterio aplicado -tendría su primera excepción de reconocerse un principio de autodeterminación en Kosovo, país no ungido, en Yugoslavia, por semejante derecho- suscita, de cualquier modo, sus quejas. Si, y vayamos al ejemplo de la URSS, el cimiento de la norma que nos interesa lo configuró la certificación, baladí, de que era un Estado artificial producto del capricho autoritario de sus gobernantes -¿y cuál no?-, habría que preguntarse por qué unas concreciones de ese capricho, las repúblicas federadas, se vieron premiadas con la independencia, en tanto otras, las unidades de rango inferior, fueron privadas de todo derecho al respecto.

Si ésa es una cara de la cuestión, la otra, de mayor calado, subraya el relieve de las actitudes y de las formas. Y es que, y para empezar, el respetabilísimo derecho de Croacia a convertirse en un Estado independiente se vio lastrado por el aberrante nacionalismo que alentó, desde 1990, el presidente Tudjman, digno émulo de lo que postulaba Milosevic en Serbia al calor de un desvergonzado dinamitado del Estado federal. Qué no decir de Bosnia, cuya independencia más le debió al agresivo juego de Serbia y de Croacia que a un impulso propio: hay que preguntarse si, en tal escenario, existía otra posibilidad, como hay que recordar que el gobierno local mantuvo una apuesta multiétnica que atrajo a muchos serbios y croatas. Más allá de ello, lo ocurrido en Bosnia antes de la guerra en modo alguno justificaba una agresión militar. Herrero, que olvida estas menudencias, se deja llevar -creo- por una percepción harto común en el nacionalismo serbio contemporáneo: la de que Bosnia, Macedonia y Montenegro no eran sino invenciones de Tito, a diferencia de lo que ocurría con Eslovenia y Croacia, cuyo derecho de secesión no se cuestionaba, aun cuando se disputase sobre el destino de las minorías serbias que acogían. Si no es menester reconocer, en fin, una Bosnia, una Macedonia y un Montenegro independientes, ¿de quién deben depender estas últimas?

Nada cuesta darle la razón a Herrero, en cambio, en lo que hace al papel de los agentes externos y sus mezquinos intereses. No hay argumento mayor que oponer, por ejemplo, a la afirmación de que la OTAN actuó al margen de la legalidad internacional, como no hay ningún motivo para sucumbir a la superstición de que intervino en Kosovo para restaurar derechos. Que el tribunal de La Haya no abriese investigaciones al respecto es uno más de los baldones que tiene que arrastrar. Bien es verdad que las conclusiones pueden no ser las mismas que extrae Herrero. Me limitaré a dejar constancia de que, pese a las apariencias, las acciones foráneas vinieron a legitimar en Bosnia los resultados de la guerra. Y agregaré que el hecho de que esas acciones respondiesen a espurios objetivos no es óbice para que las milicias serbias estuviesen cometiendo, en Bosnia como en Kosovo, tropelías sin cuento.

Viene al caso la última observación por cuanto, claro, en el artículo de Herrero nada se dice de lo ocurrido en Kosovo una vez que, en 1989, Milosevic abolió la condición de provincia autónoma y procedió a instaurar una ley marcial y un régimen de apartheid. Tampoco se habla del movimiento de desobediencia civil albanokovosar, que obliga a reclamar algo de prudencia en quienes no ven sino desafueros en las sociedades albanesas. Los indisputables conocimientos de historia le fallan, en fin, a mi admirado Herrero cuando apunta que la mayoría albanesa en la población kosovar es cosa de anteayer. El censo de 1921, nada sospechoso de albanofilia, identificaba ya un 64% de albaneses en el país.

Llego al final, a lo que hoy remueve tantas cenizas: la posibilidad de que Kosovo asuma el camino de la independencia. Lo hago tirando piedras sobre mi tejado, que es el de alguien que defiende sin dobleces el derecho de autodeterminación, pero al que, de nuevo, preocupan actitudes y formas. En lo que hace a las primeras, nada de lo ocurrido en Kosovo en los últimos años ha conducido al reencuentro de las muchas personas sensatas que hay en ese atribulado país y en Serbia. Por si poco fuera, y voy a las segundas, ninguno de los objetivos del protectorado internacional ha sido colmado en un escenario marcado por la lacerante violación de los derechos de la minoría serbia -tiene toda la razón Herrero-, por el asentamiento de un capitalismo mafioso y por la liviandad de las prácticas democráticas. De resultas, el respetabilísimo e irrenunciable designio de alentar la libre expresión de las gentes bien puede esperar. Que esta modesta recomendación no mueva el carro, eso sí, de quienes piensan que la integridad de los Estados es principio sacrosanto y de quienes olvidan que las normas por éstos estatuidas obedecen, siempre, a los intereses más prosaicos.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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