La confusión
El 'caso Ibarretxe' es un ejemplo de lo que llamamos judicialización de la política.
VUELVE la judicialización de la política. Y vuelve curiosamente estando, como la vez anterior, el Partido Popular en la oposición. Como si el PP buscara conseguir a través de los jueces lo que no acaba de alcanzar por los cauces políticos normales.
Creo que es útil distinguir entre "politización de la justicia" y "judicialización de la política". La politización de la justicia es estructural en nuestro sistema democrático. El modo de elección del Consejo del Poder Judicial la convierte en inevitable en un país en el que no hay tradición de independencia de los jueces. La falta de voluntad manifiesta de los jueces por unificar la doctrina en aquellos casos de trascendencia política lo confirma. Por las dos partes -poder político y poder judicial-, por mucho que se diga en la retórica de los discursos oficiales, se da por asumido que hay cuotas y que estas cuotas son aceptadas como vinculantes. Sólo en casos de estricta defensa corporativa los jueces hacen piña y se saltan las líneas divisorias políticas. Es tan raro que un juez no se someta a la lógica de las obediencias ideológicas que cuando eso ocurre es noticia.
La judicialización de la política es el uso de la justicia por parte de los partidos, con la complicidad de los jueces, como arma en la lucha política. El caso Ibarretxe, que tanto ruido ha generado esta semana, es un ejemplo casi perfecto de lo que llamamos judicialización de la política. Una cuestión estrictamente política -si Ibarretxe actuó correctamente recibiendo a Otegi-, que no tenía que haber salido nunca de los cauces parlamentarios, se transfiere a la justicia para que ésta intervenga y condicione el debate político. Hay en este caso por lo menos tres disparates. Primero: que un partido político -el PP-, a través del Foro de Ermua, practique lo que el Tribunal Supremo ha llamado "fraude constitucional", buscando, por medio de una querella, que la justicia tercie en un conflicto estrictamente político. Segundo: que los jueces crucen la línea de separación entre poderes para pretender enjuiciar un hecho que forma parte de las actuaciones propias de la actividad política, haciendo caso omiso de la opinión del Supremo. Tercero: que partidos constitucionales convoquen una manifestación contra los jueces. No por la manifestación en sí, que en definitiva entra en el marco de la libertad de expresión -exactamente igual, por ejemplo, que las campañas del PP y su entorno contra el juez del Olmo-, sino porque es feo moralmente e institucionalmente desleal tratar de desacreditar a unos jueces que han sido coaccionados reiteradamente por las pistolas de los terroristas.
La anterior ocasión en que el PP propugnó la judicialización de la política se encontró con el viento a favor porque el PSOE estaba empantanado en una charca de delitos por el GAL y por la corrupción, con lo cual la justicia tenía la obligación de intervenir con o sin ayuditas venidas desde la política. No es la situación actual. Ni el PSOE ni el PNV han cometido delitos en el proceso de fin de la violencia. Y en materia de corrupción, los delitos van por barrios, con clara preferencia por los arrabales del PP. Pero, en ambos casos, en la actitud del PP aflora una concepción muy schmitiana de la política: la política como lucha sin cuartel entre el amigo y el enemigo. Y cuando la política se plantea así, el ideal democrático de asunción y reconducción de los conflictos, de deliberación en la confrontación, se sustituye por el todo vale con tal de echar al enemigo del poder. Y entonces resulta lo más natural del mundo acudir a la justicia si se cree que puede ayudar a hacer daño al adversario.
La división de poderes implica, por supuesto, que cada poder esté en condiciones de ejercer sobre los otros las obligaciones de control que emanan de la Constitución. Pero significa también que ningún poder salga del terreno que la Constitución le delimita. Y cuando la justicia toma decisiones políticas o interviene en debates políticos, está cruzando una línea roja. Exactamente igual como cuando los políticos intentan incidir sobre las decisiones de los jueces. Las delimitaciones nunca pueden ser perfectas, y forma parte de la natural imperfección de las instituciones y de la voracidad de poder de las personas que las regentan que haya zonas ambiguas y relaciones contaminantes. Precisamente sobre esta conciencia de imperfección se ideó el artilugio democrático para evitar el exceso en los abusos. La democracia es el único régimen político que sabe y acepta que no es perfecto. Pero la gran confusión llega cuando la línea roja se cruza constantemente, en ambas direcciones, con asombrosa impunidad.
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