Los tres caballeros
El trío de escritores charlaba en la cena, capaces de dialogar como si fueran personas normales, de esas que enseñan de pronto la foto de una nieta que llevan en la cartera.
LO PEOR que te puede pasar en esta vida es tener cara de saber escuchar. Es una cara que el prójimo detecta de inmediato. Vas de un lado a otro conociendo a gente que dice haber estado deseando conocerte, ¿para escucharte? Qué dices, para colocarte el rollo. Leí sobre unas escuelas cooperativas en Estados Unidos que están levantando polémica. Se trata de colegios destinados a niños pobres. La teoría de estos maestros valientes es que los niños de barrios deprimidos necesitan una educación no igual a la de los niños de clase media, sino doblemente exigente para ponerse al mismo nivel. Los niños de familias pobres tienen a los tres años diez veces menos vocabulario que un niño de clase media. El lema de estas escuelas es: "Trabaja duro y sé educado". Dentro de ese concepto de ser educado está el de saber escuchar. Los niños llegan a la escuela con una preciosa materia prima sin pulir. No saben, por ejemplo, que cuando alguien te está hablando hay que mirarle a los ojos y mover de vez en cuando la cabeza en señal de reconocimiento. Parece una chorrada, pero no lo es. La paradoja es que muchos de nuestros niños, que no son de clase baja ni nunca les ha faltado de nada, no tienen integrado el arte de la conversación, y es frecuente, cuando vas a casa de algún amigo con niños chicos, que tú digas "hola", y el niño, a requerimiento desesperado del padre, haga un mohín de disgusto mirando a la pantalla del ordenador. El caso es que los maestros de estas escuelas, sometiendo a estos niños a un plan de trabajo duro, que algunos pedagogos califican de excesivo, han conseguido elevar la media académica hasta ponerla al nivel de cualquier colegio de niños-bien. Para ello, los maestros exigen la complicidad de los padres, que se comprometen a estar al tanto de que el niño cumple con sus deberes. Hay cosas peculiares, como que los niños tienen derecho a llamar al móvil al maestro a cualquier hora del día para preguntarle alguna duda. El maestro es casi como un misionero, su vida está entregada a esta fe llamada educación. Desde luego, es el colegio el que manda, el Señor Profesor o la Señora Profesora. De ahí mis dudas a que en Andalucía funcione eso del "padre mediador" en los conflictos. Suena guay, pero no sé cómo se lo habrán tomado algunos sufridos maestros. Pero todo esto venía a cuento de la conversación. Los maestros en esas extrañas escuelas enseñan a los niños a mirar a los ojos y a atender porque la teoría es "no llegarás a nada si no eres amable y considerado". A eso se le puede dar la vuelta. El mundo de las letras, por ejemplo, está plagado de niños consentidos que creen que charlan, pero que en realidad monologan. Decía Flaubert que lo más difícil de escribir en una novela es un buen diálogo. No es extraño: el ego literario conduce al monólogo. ¿Creen ustedes que las mesas redondas son diálogos entrecruzados? Para nada. Fíjense bien, son monólogos. Un escritor habla y el otro o la otra callan, pero no porque estén escuchando, sino porque están viendo la posibilidad de encajar un chiste a costa del contrario o una anecdotilla. Una de las razones por las que casi nunca me siento escritora (menos cuando escribo) es porque escucho. Me encuentro con un escritor/a por la calle o, aún peor, en un simposium, y le digo: "Qué tal". Me contesta. Le pregunto: "¿Qué haces ahora?". Me contesta. Le pregunto: "Cómo te fue con tu última novela". Entonces se extiende en contar su versión de los hechos, que es la misma que la de los políticos en el día electoral: ha roto techo. Y yo, con mi cara de escuchar, con mi cara simplona, muevo la cabeza arriba y abajo, siguiendo las normas del buen conversador, y espero, espero a que en algún momento se me pregunte a mí, en justa correspondencia, por mi vida, por mi ilusión. No siempre sucede, pero cuando sucede que alguien te pregunta de vuelta: "Y tú qué tal", enseguida notas que tu interlocutor ya está en otro sitio, con la mirada perdida, que no te está haciendo ni puto caso. Sueles pensar que la culpa es tuya, que no tienes interés ni poder de influencia. Pero hay veces que en el contexto agotador de la vanidad, uno encuentra tesoros escondidos. El tesoro lo encontré en Cartagena de Indias y lo llevaban a cuestas tres piratas leoneses: Luis Mateo Díez, Jose María Merino y Juan Pedro Aparicio. Tres caballeros, tres tenores, tres mosqueteros, que veías de pronto en bañador (grandes calzones), de pronto en torno a una mesa, de pronto regateándole el precio de un collar al rey de la ganga, Pedro el Baratero, que les decía al oído mostrándoles un collar: "Para la vecina, para la secretaria, se lo dejo baratico" (y es que, según la estricta moral de Pedro el Baratero, lo barato es para la amante, lo caro para la legítima). Los tres escritores, amigos casi desde niños, amigos de literatura, de borracheras juveniles, cuentan anécdotas cruzadas a cualquier recién llegado sin excluirlo, sin hacer esa costumbre tan fea que practican las capillitas, que es eso de cerrarse en banda y excluir al extraño. Así, como amigos, se sentaron en un teatro abarrotado de Cartagena. Y en vez de soltar el rollo tramposo de los lugares comunes de la literatosis, contaron cuentos, cuentos cortos que el público interrumpía con aplausos. Juro, porque lo vi, que fue admirable, que se oyeron bravos y salieron como toreros por la puerta grande. Luego en la cena charlaban, capaces de dialogar como si no fueran escritores, como si fueran personas normales, de esas que enseñan de pronto la foto de una nieta que llevan en la cartera. Era algo tan extraordinario que por eso lo cuento.
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