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Columna
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Charlines y sopranos

Un año sí y otro también, preferiblemente en épocas de relajo aduanero, entran por Galicia toneladas de cocaína para ser distribuidas a gran escala en todo el continente europeo. Desde la ya célebre Operación Nécora y a un ritmo de ciclón caribeño, las autoridades policiales van incrementado sus efectivos y sofisticados sistemas de control y detección pero, casi al mismo tiempo, los narcos, siempre a la vanguardia de las últimas tecnologías, logran introducir subterfugios y velocidades supersónicas para burlar el cerco y conseguir que la gran mayoría de sus cargamentos lleguen a buen puerto. La reciente Operación Destello posee como su metáfora indica la tonalidad de un relámpago que arroja nueva luz sobre los hechos.

La detención de parte del cartel bogotano de Vélez Garzón y sus relaciones familiares con el clan gallego más ilustre en este tipo de mercadeos, los Charlines, vuelve a poner en liza un entramado de situaciones y personajes que resultaría tan fascinante como Los Soprano o cualquier película de Scorsese, con el otro Garzón, Baltasar, sirviendo de contrapeso en la parte jurídica, si no fuera por que gran parte de una generación quedó en Galicia fuera de juego por las drogas y casi siempre las peores consecuencias de ese comercio han sido y siguen siendo esas pobres víctimas y camellos y familias afectadas que viven al margen del gran emporio de los narcos.

La película tiene dos planos muy diversos. De un extremo están los que sacan a San Roque en procesión, fundan clubes de fútbol, apoyan dudosas causas benéficas y ofrecen vieiras a los emigrantes; en otro plano distinto, los que hacen su camino monosilábico hasta los dispensarios de la metadona y la autoayuda. Aparentemente dos estadios que no guardan relación entre sí, pero que, en el fondo, aluden a una situación jurídica que palpita en los orígenes del problema. Perdonen la utopía, ¿pero existiría esta plaga si dichas sustancias fueran legales, regidas por la sanidad pública y debidamente etiquetadas como fármacos que avisan en los prospectos de sus efectos no sólo euforizantes sino destructivos? ¿Interesaría a muchos gobiernos del mundo, de Afganistán a Estados Unidos, y a los carteles de Cali, Vilaxoán o Sinaloa interrumpir este tráfico ilícito y devolver a las comunidades campesinas que cultivan las plantas del opio o la cocaína a un plan de agricultura biológica? Evidentemente, no, porque se cortaría de raíz una de las actividades más lucrativas que han existido y existirán en la historia de la humanidad. Evidentemente, no, porque cambiaría la mentalidad de una sociedad que sirve a los laboratorios farmacéuticos de inmenso banco de pruebas en la salud y la enfermedad.

Desde que la coca crece en las montañas del Caquetá colombiano, desde que se inicia su adulteración química en los laboratorios de la selva y sube luego en embarcaciones por el Orinoco, el Cauca o el Magdalena, una inmensa colonia humana trabaja para que el consumidor final malgaste sus escasas neuronas metiéndose una raya en un lavabo de cualquier tugurio europeo como en una novela de Bret Easton Ellis. Es un proceso laborioso del que nadie quiere apearse, pero que indiscutiblemente dominan los grandes señores de la guerra (las FARC, que desplazan y masacran a los campesinos, los paramilitares que luchan contra ellos con las mismas armas de destrucción, la DEA que vigila y corrompe las fronteras, los políticos y gendarmes que engordan sus cuentas, los armadores que invierten en las embarcaciones, los correos que allanan el camino...). En el fondo, existe una demanda cada vez más creciente de una sociedad que crece en su dependencia de las sustancias, unas sustancias adulteradas y, para más inri, prohibidas. En dos palabras: hay mercado. Si usted y yo nos limitáramos a masticar unas hojas de coca mientras vemos tranquilamente la televisión, si los opiáceos fueran administrados sólo para combatir nuestros dolores reales (no imaginarios) en la botica de la esquina, el gran negocio caería como un castillo de naipes y los señores de la guerra y de los pazos quedarían sin trabajo.

¿A quién le interesa pues toda esta película fuera de la gran pantalla? ¿Por qué los narcos han llegado a constituirse un Estado dentro del Estado? Me temo que tendremos que contemplar muchas películas de Charlines y Sopranos, ver muchos muertos vivientes vagar por nuestras avenidas, muchas madres clamar contra el dolor y soportar muchas urbanizaciones más a pie de playa para poder seguir contándolo.

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