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Columna
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Río revuelto

En Gran Bretaña llamaban "teddy boys" a los jóvenes vándalos, en Francia, con un toque de elegancia, les denominaban "blousons noirs" por sus camisas de luto, en España eran gamberros, una palabra menos eufónica y claramente despectiva que el diccionario de doña María Moliner define con precisión y sin ambages: gamberro-a. Persona que se divierte ruidosamente, alborota o provoca escándalos en sitios públicos y, en general, obra con desconsideración hacia los demás. Los diccionarios no hablan de la edad de los practicantes del gamberrismo, pero se supone que la mayor parte de ellos se sitúan en los años de la adolescencia y la primera juventud, a partir de cierta edad el gamberro se disuelve de nuevo en la masa social o se profesionaliza en delincuente para sacar partido de una violencia hasta ese momento ejercida de forma gratuita y lúdica, como vía de escape para los alterados humores de la edad juvenil.

Los gamberros españoles hubieran querido entrar en la peligrosa danza armada de los "Jets" y los "Sharks", las dos bandas rivales de la mítica West side story, epígonos neoyorquinos de "Montescos" y "Capuletos", o transmutarse en "rockers" o "mods", subdivisiones de los "teddy-boys" británicos, protagonistas entre otros desmanes de la campal batalla de Brighton en el año 1964 que se convertiría en leyenda urbana y antiepopeya fílmica, años más tarde, con Quadrophenia de los Who. El rock británico y el cine estadounidense eran dos mitos de obligada referencia, las malas compañías y sus malandanzas eran un filón para las grandes empresas discográficas y las productoras de Hollywood, la rebeldía, que no la rebelión, se vendía bien, amedrentaba a las audiencias adultas y despertaba deseos de emulación entre los más jóvenes. En Madrid, a mediados de los años sesenta, la misteriosa banda suburbial de "Los ojos negros", de la que todos hablaban y a la que casi nadie había visto en acción, ocupaba el primer puesto de la lista de chicos malos, admirados y temidos por los adolescentes urbanos que glosaban, con más imaginación que datos, sus presuntas hazañas en los recreos escolares. Cualquier informe policial de la época hubiera concluido que en la capital no existían bandas organizadas y su conclusión hubiera sido razonable, lo que existían eran pandillas y aquí la definición del "Moliner" es algo más suave, aunque precavida: "Pandilla. Conjunto de personas que se reúnen para divertirse juntas, para ir de excursión, etcétera. Tiene a veces sentido despectivo para las personas que lo forman o hacia su finalidad". Las pandillas se divierten yendo de excursión, o haciendo el gamberro, o las dos cosas al mismo tiempo, en las bandas existen otras motivaciones más allá de la pura diversión. Banda viene de bandera, precisa nuestro diccionario de cabecera, y ya se sabe lo que pasa con las banderas y con las banderías.

Las "inexistentes" bandas latinas, de Alcorcón y de otros lugares, son creación de jóvenes inmigrantes desplazados y marginados que reivindican con orgullo y pasión sus raíces y reclaman, mediante la intimidación y la violencia, un respeto que muchas veces les niegan los nativos de su misma edad y condición. No sorprende demasiado que, en plena contradicción con sus fundamentos étnicos y culturales, las bandas latinas se expresen en inglés como los "Latin Kings" o los "Dominicans D'ont play", la influencia del cine y de la televisión "Made in USA" predomina sobre sus confusas señas de identidad, trastocadas por la migración.

De los violentos excesos de los jóvenes y de sus bandas ya hablaban los moralistas de la Grecia Clásica, los ritos de paso a la edad adulta siempre están marcados por la violencia, entre otras cosas porque los jóvenes, los de hoy por ejemplo, están a punto de integrarse, o desintegrarse en una sociedad aún más violenta, aunque su violencia se disfrace esta vez con las máscaras de la política o la guerra. Proporcionar a la indiscriminada agresividad de los adolescentes coartadas políticas y convertir en héroes, patriotas o mártires a los gamberros de siempre para incorporarlos a su innoble causa es un acto criminal, una maldita trampa en la que algunos caerán para siempre. Los jóvenes "neonazis" que comulgan con una ideología que, de imponerse, les discriminaría como "no arios" y miembros de una raza inferior, es un buen, mal, ejemplo, extensible también en el otro extremo del arco a los jóvenes cachorros amaestrados del irredentismo vasco.

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