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Tenis | Open de Australia

Serena Williams, acusada de usar un reloj para cegar a una rival

El Open de tenis de Australia entró en la máquina del tiempo. De repente, Serena, la hermana menor de las Williams, no era la número 81 del mundo. Ya no era una tenista en retirada. No pensaba en la moda, las lesiones, los juzgados o el asesinato de otra de sus hermanas. Serena, de repente, volvía a dar miedo. Fue un espejismo: agotada por el sol y los kilos de más, la estadounidense derrotó a Vaidisova en un tenso segundo set, cuando el cansancio no le auguraba nada bueno si el partido entraba en la tercera manga (7-6 y 6-4). No ocurrió, y ya se puede decir que Serena ha vuelto. Jugará la final contra la rusa Sharapova, número uno mundial. Hacerlo le ha costado superar una lesión de rodilla. Perder algo de peso, aunque no todo. Usar, según el Channel 7 australiano, los reflejos del sol en el reloj de uno de sus acompañantes para cegar a Vaidisova. Y volver a lo básico: en Melbourne ha llegado a entrenarse a las 8 de la mañana para estirar sus prácticas media hora más que el resto.

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Serena se ha paseado por el club con el andar inseguro de quien se sabe bajo sospecha: "Creo en mi juego y, sobre todo, creo en mí", insistió en sus primeras apariciones. Desde el primer día, todos los focos apuntaron hacia ella. Había expectación por ver hasta dónde llegaba el último ídolo caído del tenis. Por una vez, la paranoia que acompaña siempre a las hermanas Williams se vio justificada. "No me importa lo que diga la gente. Al final del día, quizás con mi padre, soy mi mayor fan. Jugando en Hobart me di cuenta de que nada ha cambiado. Van detrás de mí. Juegan duro contra mí. Algunas parecen querer demostrar que son las número uno jugando contra mí. Ahí, en Hobart, me dije: 'Serena, tienes que estar lista porque todo el mundo quiere ganarte sin importar el precio".

El gen competitivo de Serena, ese intangible que parecía haber perdido, se ha ido despertando a lo largo del torneo. La menor de las Williams llegó a Melbourne hundida en la clasificación y sin ser cabeza de serie. A su condición de tenista en proceso de derribo le correspondieron sus primeras declaraciones, esas en las que hablaba de cine y de su proyecto para llevar a las pantallas la vida de Althea Gibson, primera ganadora negra de Wimbledon. O aquellas en las que explicaba por qué le gustaba el vestido con el que jugaba, diseñado por ella misma.

Según fue encontrando el camino de la victoria, Serena varió de discurso. Analizó su juego. Dijo que nunca salía a la pista con un plan -"Eso es pensar mucho. Y Serena Williams no es una pensadora, sino una tenista"-. Admitió que le impulsaba el deseo de no volver a ser número 81 del mundo. Y acabó lanzando una afirmación que suena a amenaza: "No creo que nadie, excepto mi madre y yo, pensara que llegaría tan lejos. Soy la competidora definitiva. Me encanta la gente que duda de mí porque lo que más me gusta, la meta de mi vida, además de ganar, es demostrar que se equivocan. Tengo sangre fría. Calma en los momentos difíciles. Lo que no te mata te hace más fuerte".

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