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Columna
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Ocupado

No entiendo el revuelo mediático producido en torno al caso de Carles Veiret, un catalán de probada honestidad que tenía una casa la mar de confortable en la calle Urgell de Barcelona, y ahora al parecer no tienen nada porque al volver de viaje se encontró con que aquella estaba ocupada por un grupo de chilenos. Y no lo entiendo porque casos como ese hay centenares en la España actual. A mí mismo, sin ir más lejos, me pasó algo parecido. Puede decirse que incluso mucho más grave.

A primera hora del día 4 de enero pasado me dirigí al centro a comprar los regalos de Reyes, y cuando regresé por la tarde ya no pude entrar en mi propia casa porque la cerradura había sido literalmente cambiada. Por la puerta se filtraban toda clase de ruidos, incluyendo los producidos por desplazamientos de muebles y quizá por alguna taladradora doméstica. Llamé a la puerta, abriéndome una mujer de aspecto boliviano con un jersey marca Evo, con sombrero a juego y dos niños en brazos, diciendo algo así como que una pareja de mediana edad, de aspecto nórdico, le había alquilado el piso esa misma mañana, que tenía un contrato, como yo mismo podía ver (señaló una hoja de papel encima de la mesa), y que estaba acomodando su familia y enseres por las distintas dependencias de la misma, razón por la cual no tenía demasiado tiempo para atenderme.

Perplejo bajé al zaguán y pregunté al portero de la finca por el hecho, el cual ante mi sorpresa me dijo que él no sabía nada, que no quería líos, y que, según el reglamento vigente, vecino del edificio era únicamente quien habitaba en él, de modo que si yo no vivía allí ya podía largarme con viento fresco (o llamaba a seguridad).

Como todo esto tenía que tener alguna explicación, comprobé la calle y el número del portal por si había cometido un error de bulto (últimamente no ando muy bien de memoria); pero no, todo estaba en orden. Yo vivía allí antes de irme esa mañana. Desesperado llamé de inmediato a la policía quien me aseguró que eso no podía ser, que cómo iba a estar un grupo de desconocidos viviendo en mi casa sin que yo no les hubiera invitado a hacerlo previamente. Con el agravante además de que, según yo mismo les informé, la puerta no estaba forzada y la familia que vivía dentro parecía normal y pacífica. Me avisaban que lo tenía muy difícil porque la ley no era muy clara en estos casos y que si quería seguir con este asunto que fuera a ver al juez de guardia.

En el juzgado, el funcionario me pidió antes que nada que acreditara la propiedad con la escritura, cosa que obviamente me era imposible puesto que ésta se encontraba guardada en un cajón de la que era mi casa hasta ayer mismo. Ummm, musitó el funcionario, mal asunto, si no sabemos si el piso es realmente suyo... no sé yo. Me tomó declaración no obstante, con frecuentes gestos de escepticismo, y al finalizar lanzó mi expediente sobre un cajón de metal con el rótulo "pisos ocupados" subtitulado "sin acreditar" en el que calculé había no menos de doscientos. A mi súplica sobre que el asunto era muy urgente porque no tenía donde dormir, el funcionario replicó algo así como "claro, como todos". Usted váyase tranquilo a casa... Bueno, rectificó, adonde sea, que ya le llamarán.

Entonces recordé que, puesto que ésta había sido comprada con un préstamo hipotecario, en el banco deberían guardar algunos papeles avalados por notario que dieran fe de que la compra se había efectuado. El director, muy amable, me informó de que los documentos originales se guardan solo durante 5 años y que por tanto los míos ya no estaban con toda seguridad. ¡Dónde íbamos a meter tanto papel!, se lamentó, mirando a su alrededor y extendiendo los brazos con desánimo. Confieso que estuve a punto de confortarle. El pobre hombre no tenía espacio para mis papeles.

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Perdida ya toda esperanza opté por dirigirme al apartamento de la playa para descansar algo mientras pensaba qué hacer. En la radio del coche escuché que una organización llamada Los hijos de Tirant, sección Benicàssim, había decidido ocupar los pisos vacíos de la urbanización El mirador de la localidad (¡la mía!) la noche anterior; ante la perplejidad de la guardia civil quien había procedido al precintado de aquella hasta que las cosas se aclararan. Física y psicológicamente agotado, detuve el coche, activé el dispositivo de seguridad, engullí un puñado de tranquilizantes y me dispuse a dormir. Era evidente que todo aquello solo podía ser una pesadilla. El problema es que no lo sabré hasta que despierte.

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