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Ségolène Royal y la igualdad

Marc Carrillo

Ségolène Royal ya es la candidata socialista a las elecciones para la presidencia de la República francesa. Tras unas debatidas primarias, ha obtenido la nominación del Partido Socialista (PS) por más del 60% de los votos, frente a dos candidatos de peso: Dominique Strauss-Kahn, un sólido ex ministro de Economía y Finanzas pero lastrado por antecedentes penales, y Laurent Fabius, antiguo Primer Ministro otrora representante del ala más liberal, reconvertido en el ariete de la izquierda socialista francesa y oráculo del no a la Constitución europea. Frente al núcleo duro del aparato, se ha alzado la presidenta del Consejo Regional de Poitou-Charentes, una enarca atípica, de 53 espléndidos años, nacida en Dakar e hija de un militar reaccionario cuyo mundo se hundió cuando Argelia dejó de ser francesa. Ex ministra en departamentos de segundo nivel en el segundo septenato del cultivado y poliédrico Mitterrand, y hasta hace un año una outsider de la política francesa. Pero, ahora, con serias posibilidades de ganarle la partida al coriáceo Nicolas Sarkozy, ministro de Interior y candidato de la derecha al que, a estas alturas de la película, deben asaltar poderosas razones para inquietarse ante la competencia que le ha salido para acceder al Palacio del Elíseo.

Que una mujer aspire con posibilidades a la presidencia francesa es una excepción histórica. Ségolène no ha sido la única. A lo largo de la historia de la Vª República y desde 1974, la primera candidata fue la troskista Arlette Laguiller (en las presidenciales de 2002 obtuvo el 5,72%). Sin embargo, la situación es distinta porque ahora las posibilidades de éxito son verosímiles. Y eso ocurre en Francia, donde, a pesar de la reforma constitucional que impulsó la paridad en el acceso a los cargos representativos, sólo el 13,9% son mujeres parlamentarias (España tiene el 30,5%; la RFA, el 31,3%; y Suecia, el 45,3%, según publicó Le Monde el pasado 28 de noviembre, página 21). Si el éxito de la candidata socialista en las primarias se confirmase en las presidenciales, es probable que el efecto favorable a la paridad en la representación política sería más efectivo que las sanciones anuales que se aplican a los partidos que incumplen el mandato de la Ley de 6 de junio de 2000, que impulsa la paridad de sexos a los mandatos electorales y las funciones electivas. En España, previsiones semejantes se encuentran recogidas en las denominadas leyes cremallera aprobadas en 2002 por los Parlamentos de las Islas Baleares y Castilla-La Mancha, y en 2005 por el Parlamento vasco.

Sin embargo, no es seguro que con medidas de cuota de representación política se haga un gran favor a la mujer frente a la histórica discriminación de la que ha sido y todavía es víctima. Tampoco lo es que una medida pretendidamente antidiscriminatoria no derive en un acto de paternalismo público del que la mujer no es merecedora. Y desde el punto de vista de la constitucionalidad de la medida, son más que atendibles las razones que en su contra arguyó en su Decisión de 28 de junio de 1999 el Consejo Constitucional francés al sostener, por un lado, que la ley de paridad para la representación política vulnera la integridad de la soberanía que pertenece al pueblo en su conjunto, no siendo divisible en razón de criterio alguno, incluido el de género; y, por otro, al imponer un orden restringe el derecho de sufragio pasivo, esto es, la libertad para configurar candidaturas. Por ello, se reformó la Constitución para que fuese ésta la que prescribiese la regla de la paridad. Aunque, desde luego, el problema social sigue sin resolverse, mientras que el efecto Ségolène puede coadyuvar a paliarlo. Sin duda, ésta es una carrera de fondo de los sistemas democráticos, en la que las medidas de discriminación positiva en el acceso al trabajo y otros ámbitos sociales, además de una intensa enseñanza laica, han de resultar medidas más funcionales al objeto de hacer efectiva la igualación de sexos.

Ségolène es hija de la escuela laica francesa inspirada en Jules Ferry. Se formó en Sciences Po, la célebre institución de la rue Saint Guillaume de París. De los estudios en ciencias políticas pasó, como la mayoría de los políticos franceses, a la prestigiosa École National de l'Administration (ENA), la columna vertebral del Estado francés, que aporta un personal estable a la alta Administración, inmune a los lógicos cambios consecuencia de la alternancia política y que asegura la permanencia del aparato administrativo del Estado. El resultado ha sido un perfil de personal político que, con luces y sombras, ofrece una calidad de base superior al de otros lares no lejanos.

Su irrupción al máximo nivel de la política francesa, sus propuestas y su forma de adentrarse en el debate han sido recibidas con reacciones encontradas. En un reciente libro -más bien un libelo demoledor- Mignone, allons voir..., de Marc Lambron, se le imputa haber incorporado al PS el lenguaje de las derechas, cuyo inconsciente representó en su momento el propio Mitterrand. Sus propuestas relativas a complementar la decaída democracia representativa en Francia a través de los jurados ciudadanos han sido tildadas de populistas. Se le critica la ambigüedad del discurso y un feminismo puritano. Pero, de momento, la batalla de la opinión pública le es favorable. Y tiene un gran valor que tras el desastre de 2002 con Lionel Jospin, que no le profesa gran estima, haya sacado al deprimido PS del marasmo del anquilosado aparato y del discurso antieuropeo, proponiendo una forma de hacer política que haga reverdecer el alicaído papel de Francia en la esfera europea e internacional. La hora de la verdad empieza ahora cuando se enfrente a Sarkozy y concrete sus propuestas. Su trayectoria política es un aval y una novedad en un país políticamente tan clásico como el francés. El infortunado Pierre Bérégovoy dijo de ella que "Elle est formidable, et en plus elle est belle". De lo segundo no hay duda; lo primero sería excelente que se ratificase en el Elíseo.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la UPF.

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