Oasis Brossa
Una de las mejores maneras de superar las fiestas es releer el libro Passats festes, de Joan Brossa. Lleva un título oportuno y contiene los poemas idóneos para recuperarse de los interminables fastos del cambio de año y estimular nuestros más insensatos propósitos. Brossa era, además de poeta, un peatón casi profesional, tenaz y sistemático. Se le podía ver, con las manos en la espalda, recorriendo las calles, pendiente de cualquier detalle que le sirviera para componer unos poemas que, a veces, tenían el sabor de las mejores crónicas y destilaban una envidiable y ponderada capacidad de observación. Por ejemplo: "Un home esternuda. / Passa un cotxe. / Un botiguer tira la porta de ferro avall. / Passa una dona amb una garrafa plena d'aigua. / Me'n vaig a dormir. / Això és tot".
La placeta Brossa de Barcelona es un parque escondido en una isla recuperada del Ensanche. No está a la altura del poeta
Este año, sin embargo, cuando fui a buscar el Passat festes en la estantería me acordé de que se lo había dejado a Marina Hermet, una joven e inédita aspirante a novelista, residente en Glasgow y autora de un interminable manuscrito sobre una agente literaria vampira, morfinómana y asesina, Así que fui a la librería Proa de la calle de Rosselló de Barcelona a buscar un nuevo ejemplar. Llegar no fue fácil: tuve que sortear las trincheras de obras que han convertido el cruce de las calles de Balmes y Rosselló en un ruidoso campo de batalla. Con el ejemplar a cuestas, conseguí salir del laberinto y, a los pocos metros, me tropecé con un lugar cuya existencia desconocía: la placeta Brossa, situada justo detrás del hotel Cotursa Rosselló (cuatro estrellas), entre Enric Granados y Aribau.
La denominación de placeta me hizo sospechar: los diminutivos no suelen anunciar nada bueno y hay que desconfiar de ellos. Se trata de un parque escondido en una de esas islas recuperadas del Ensanche, limitado por una platea de muros grises y un anfiteatro de galerías con ropa tendida y unos ventanales que parecen anunciar una exposición de lo que, con un término algo contradictorio, denominamos carpintería de aluminio. La terraza del restaurante L'Illa de Rosselló invade parte del territorio, que se extiende hacia un vallado parque infantil habitado por los habituales columpios, toboganes y esas jaulas de cuerda que, en otras décadas, parecían más propias de un zoológico que de un parque. Ningún niño a la vista, sólo un grupo de adolescentes de pantalón caído aspirando enormes chimeneas también conocidas como porros. Son las diez y media de la mañana pero, por lo visto, la vocación porrera y el rigor estudiantil, como el amor, no tienen horario. Se oyen unas risas exigidas por el humeante guión, enmarcadas por un paisaje con bancos, carteles que aconsejan no pasear perros, árboles y avisos municipales de prosa desmovilizadora ("El bon ús de la instal·lació és responsabilitat dels usuaris, utilitzeu-la correctament", un texto que si se lee con el estilo declamatorio del alcalde Hereu -o sea: a grito pelado-, mejora un poco). En este caso, la corrección consiste en no utilizarlos, y los adolescentes siguen inspirando sus tremendos canutos junto a una fuente que, como todo este espacio, sufre los abusos sonoros de cercanos martillos hidráulicos y otras percusiones interpretadas por una legión de albañiles. Sobreviven, ceñidas a los muros que limitan la placeta, algunas buganvillas, que se arrugan cerca del andamio que recubre una de las salidas del restaurante Balthazar, un lugar que consigue hacer compatible lo elegante y lo sombrío, en el que a uno le dan ganas, más que de comer, de conspirar.
En el rincón menos anónimo de este paisaje hay una obra de Brossa: un fauno tocando la flauta entre las letras A y Z, los dos extremos de una obsesión alfabética que le acompañó toda su vida. Antes de poder llegar hasta allí, hay que sortear unas farolas agrupadas en deshonrosos ramilletes de tres que, sospecho, habrían alimentado la notable capacidad de indignación que tenía Brossa. Al salir del parque, casi tropiezo con una de esas tapas metálicas en las que puede leerse Clavegueram y Fábregas. Parece la moneda de un gigante o uno de esos poemas visuales con los que el poeta conseguía reconvertir objetos cotidianos en obras de arte (aquel billete de 500 pesetas en perspectiva, con un Jacint Verdaguer con barretina, cejijunto y circunspecto).
El lugar, me temo, no está a la altura del poeta, pero el desorden paisajístico y la humildad del concepto placeta sí hace justicia a aquel despacho, mezcla de almacén de drapaire y de biblioteca, en el que Brossa se refugiaba a escribir frases que, de año en año, parecen adquirir una nueva dimensión. Ejemplos: "Un piano no ha escrit mai cap partitura", "canalla naixem / canalla morim" o este epitafio, muy apropiado para afrontar las inclemencias del nuevo año: "Al segon any de vida estem pitjor / que al primer, al tercer any estem / pitjor que al segon, al quart / estem pitjor que al tercer. Ectètera. / I aixi fins que ens apaguem del tot /. Però una veu repeteix: / Res no neix i res no mor".
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