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'Efecto bomba'

Joan Subirats

Seguimos con la confusión que ha generado el atentado de Barajas. Nueve meses, semana tras semana, confiando en que algo irreversible estaba acaeciendo, y de golpe hemos regresado a la antigua cotidianidad de un terrorismo que sólo cabe definir como de extravagancia patética en los tiempos que corremos. En el escenario pos-Barajas, todo resulta aparentemente conocido, pero al mismo tiempo nada es igual que antes. El presidente José Luis Rodríguez Zapatero ha perdido buena parte de la bula que una notable parte de la población le confería al compartir lo que entendían como su genuina voluntad de acabar de una vez con el asunto. De pronto se le ha visto excesivamente solo y aislado. Frágil, pillado a contrapié, y si antes podíamos imaginar que sus frases misteriosas y opacas escondían informaciones que sólo él y sus más íntimos allegados conocían, ahora sabemos que no era así.

El Partido Popular es el que ha hecho de la desconfianza su virtud más destacada, pero, en cambio, no puede estar en absoluto satisfecho con el resultado final. Su aparente fortaleza y consistencia sólo esconde una fórmula alicorta y esencialmente equivocada de enfrentarse a la cuestión de la violencia etarra. Sigue confundiendo terrorismo con disidencia (lo primero que hizo el presidente del PP, Mariano Rajoy, tras el atentado fue reclamar que se actuara con dureza contra Egunkaria, "como expresión del entorno mediático del terrorismo"). Sigue mezclando violencia asesina con nacionalismo periférico (insiste en excluir a los nacionalistas vascos de un nuevo acuerdo, a pesar de que ETA ha señalado al presidente del Partido Nacionalista Vasco -PNV-, Josu Jon Imaz, con tinta roja). Sigue imaginando que la única solución posible es la policial (a pesar de que ETA sigue demostrando una evidente capacidad de reclutamiento y reaprovisionamiento). Para ese partido la derrota de ETA tiene que ser la derrota de la izquierda abertzale. Y sigue ignorando así que sólo se logrará acabar con ETA si su brazo político se integra en el sistema.

La bomba de Barajas está teniendo efectos más allá de la lamentable pérdida de vidas y de sus otras muchas secuelas. Obliga a Zapatero a abrir juego. No le permite seguir con la línea solitaria y personalista. Obliga a Batasuna a reforzar su autonomía y su capacidad de maniobra si no quiere resultar simplemente irrelevante. Obliga a ETA a ir mucho más allá de lo que nunca ha hecho si quiere tener nuevas oportunidades, y ya no le vale con insistir en que la tregua sigue vigente ni le sirven las excusas de que no quería causar víctimas. Y obliga al Partido Popular a entender que si no modifica sus posiciones, si no acepta reconsiderar su enrocamiento en el escenario pos-Lizarra, perderá mucha credibilidad en su capacidad de ser alternativa para formar un gobierno que, se ponga como se ponga, seguirá teniendo que acabar con ETA (y con su indiscutible capacidad de pervivencia) con algo más que con policías y jueces. La bomba de Barajas puede ser, esperemos que no sea, un punto sin retorno posible hacia una normalización política de Euskadi.

Pero, más a corto plazo, me preocupan también otros efectos. Los promovidos por quienes buscan en la mitología del consenso político la clave definitiva: "Todos contra el terrorismo". Me gustaría saber quiénes son todos y a qué tengo que renunciar para que esa pretendida unidad salvadora sea posible. No podemos ignorar que todo contexto social esta teñido de conflictos, y que es en ese contexto en el que operan las relaciones de poder. Es en las situaciones de conflicto donde aparecen los intereses diversos, el antagonismo real de unas situaciones sociales para nada equitativas. Y es en ese contexto de conflicto en el que reconoces a los otros, y así civilizas el espacio público común, el espacio de todos. No sé si quiero estar en el mismo nosotros de gentes con las que no me importa en absoluto convivir y cuyas opiniones respeto, pero frente a quienes pido poder estar en desacuerdo radical, para ser otro. No deberíamos permitir que, aprovechando la oleada de repulsa y de estupefacción que ha generado el nuevo atentado de ETA, se nos obligara a comulgar con las ruedas de molino del consenso autoritario y nacional-unitarista. A diferencia de lo que apunta el PP, la integración no puede construirse desde las semejanzas, sino a través de las diferencias, buscando la legitimación en la continuada tolerabilidad de las divergencias. Una sociedad viva y moralmente activa es una sociedad que acepta el conflicto, que no tolera el unitarismo como bandera. La gran legitimidad de la democracia proviene de la promesa de que respetará cualquier posición, incluso las más extemporáneas y minoritarias, siempre que se sigan las reglas del juego que excluyen la violencia como medio de presión. En este sentido, y como se ha dicho tantas veces, la democracia se debería medir por su capacidad de incorporar disidencia, riesgo o conflicto.

La combinación de bombas y la crónica diaria de sucesos (hoy alimentada por la escala global de la comunicación) va fortaleciendo visiones securitarias sumamente inquietantes, y ello ocurre a escala global y local. Asistimos con notable indiferencia a la noticia de que los visitantes de Estados Unidos deberán ver registradas todas sus huellas dactilares. Y aquí no parece preocuparnos que una comisión política del Ayuntamiento de Barcelona pretenda modificar la normativa al uso para conseguir desokupaciones express, aunque sea a costa de considerar la okupación como un delito penalmente perseguible. No son cosas absolutamente comparables, es cierto. Y aún menos conviene meterlo todo en el mismo saco, pero hemos de reconocer que para mucha gente todo forma parte de ese mundo inseguro, incomprensible y cada vez más frágil en el que cuesta no sentir las vulnerabilidades propias y ajenas. Hemos de ampliar nuestra mirada, sabiendo convivir con los riesgos, buscando seguridades complejas y conflictivas, y no la seguridad totalizadora y unitarista. Esperemos que el efecto bomba nos permita a todos aprender de los errores y enterrar definitivamente las criminales simplificaciones terroristas y las reacciones también simplificadoras que provocan.

Joan Subirats es catedrático de Ciencias Políticas en la UAB.

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