El día después
En cierta ocasión tuve que regresar a una sala de banquetes para recoger la chaqueta que había olvidado sobre una silla la noche previa, durante la celebración de una boda. La misma cancela de entrada al patio ya me previno de que todo había de ser distinto: la escarcha se había concentrado en un césped que ahora me parecía ralo e hirsuto, y sobre el espacio que había contenido risas, suspiros y confesiones se asentaba una niebla que evocaba despedidas en un puerto lejano del norte. La sala era una especie de monumento al desaliento; nada quedaba de los ramos distribuidos entre las mesas, las sillas habían sido desposeídas de los forros de raso y exhibían crudamente la madera de sus esqueletos. Mientras un hombre con delantal baldeaba la tarima y borraba los restos de bombones pisados, yo me acordé de aquella metáfora de mi amigo Félix Palma, que al referirse a una mañana de resaca escribe que el día se levantó con cansancio de perra recién parida: y me di cuenta de que no existe situación que más nos enseñe sobre el paso del tiempo, de qué esta hecha su esencia de arena y vaho, que el día posterior a una fiesta, cuando ya se han silenciado las trompetas y la cera se ha convertido en encaje en la peana de los candelabros. Regresé a casa con un sabor a ceniza y pomelo en los labios, ese regusto que haría a los poetas barrocos construir sus versos sobre lo transitorio de la vida y la velocidad cobarde con que el placer huye de nuestras manos, y me encontré preguntándome dónde, en qué depósito, en qué museo imposible habían quedado los bailes de anoche, las carcajadas, los diálogos metafísicos con dos copas de más y esa confianza eufórica en el porvenir que regala el champán entre dos sorbos. Demasiado a menudo, me dije, vivir es regresar a una fiesta que ya ha concluido.
Si me he acordado de aquella boda remota es porque la otra mañana, mientras recorría las calles del centro de Sevilla, tuve oportunidad de enfrentarme a una experiencia semejante. La ciudad padecía una especie de coma, yacía vacía e inerte sobre calles forradas de confeti que los zapatos no podían pisar sin quedar atrapados en el azúcar seca de los caramelos. Allí, la víspera, se había celebrado la cabalgata de los Reyes Magos de Oriente, y miríadas de espectadores, niños y adultos, habían bramado de alegría ante el paso de hadas, dragones, autómatas y pajes encaramados en carrozas. Es más, yo había sido uno de ellos, de aquella muchedumbre deseosa de desfogar su alegría en unas breves horas de globos y fanfarria, y al retornar al escenario de mi entusiasmo volví a sentir que la felicidad está hecha de un carbón muy sutil que se apaga con facilidad, y que los rescoldos que más calientan son también los que menos tardan en consumirse. Me pregunté qué sería de los juguetes que ahora los niños abrían con manos nerviosas en el salón de sus casas dentro de dos o tres semanas, cuando el invierno se volviese más áspero, traté de imaginar la frialdad de los galpones donde se almacenarían pasados algunos días toda esta decoración navideña, bombillas, renos, guirnaldas, que atosigaban las fachadas de los edificios. Como un vagabundo que remueve basuras me dediqué a indagar entre los restos del desfile, en busca de una reliquia, un vestigio que colocar en alguna estantería de la salita como monumento a esos momentos de júbilo abolidos, hacia el que poder volverme para rememorar ese paréntesis en que me creí dichoso en compañía de una mujer de pelo rizado y una niña con leotardos. Hallé sobre todo mugre, dulces triturados, papel roto, escoria, que es el desecho que abandona el metal al convertirse en tenedor y espada. Y también, por sorpresa, poemas. Una tímida hoja de papel morado donde habían impreso unos versos de Juan Ramón Jiménez: procedían de la carroza que celebraba el aniversario del premio del poeta. Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando, confesaba aquella hoja, haciéndose eco de mis pensamientos más escondidos, y como recordatorio y amuleto me lo guardé en el bolsillo del abrigo, para que compartiera conmigo la fugacidad de una noche de enero. Eso es la poesía: la viruta que deja el tiempo al pasar por la cuchilla del sacapuntas, al afilarse todavía más.
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