Ricos anónimos
Era indicio de mala educación hablar de dinero, quizás porque poca gente lo tuviera y no les convenía divulgar la situación de sus finanzas. Hoy no paramos de citar personajes contemporáneos cuyas fortunas se describen por miles de millones. A poco que nos pongamos a reflexionar -no sobre conocimientos directos, sino lo que viene impreso o divulgado por las ondas- casi todo tiene que ver con el dinero. Se acabó aquello de trabajar para mantenerse y, los varones antiguos, por tener juntamiento con señoras placenteras. Los franceses, con fama de rácanos, aseguran que el hombre tiene corazón, que está a la izquierda, pero cartera a la derecha. Un axioma que hay que revisar, pues el uso de la chaqueta como prenda habitual está en franca decadencia.
Apenas nos sorprenden las cifras que se manejan, unidas a nombres propios, aunque ya no es como antes, cuando hablábamos de los millonarios con bastante confianza, como hablábamos de Dios. Hoy un superrico apenas se diferencia de cualquier persona normal e incluso al number one, Bill Gates quien, según la revista Forbes, es el hombre más afortunado del mundo, le hemos visto, casi en directo, cuando vino a España con ocasión del Premio Príncipe de Asturias o asunto semejante. Parecía un ser humano como otro cualquiera, aunque hayamos de considerar la pesadumbre que debe suponer para él desembarazarse de tantísimo dinero como emplea en fundaciones y empresas de beneficio público. Buena parte de ese dinero va a contrapesar la mortalidad en un mundo cada vez más poblado, cuyo aumento no pueden corregir los tifones, huracanes, tsunamis y drogas. Apenas tienen repercusión estadística las guerras de segunda categoría o las acciones terroristas, forzosamente limitadas.
Cada vez hay más ricos conocidos, tantos que resulta difícil imaginarles en ese ranking donde nuestros supermillonarios ocupan modestísimos lugares, cerca de la cola, y ahí hay que incluir al mismísimo Paco El Pocero. Da la impresión de que conocen el truco de amasar la pasta gansa con habilidad y provecho, pero no saben gastarla, como antaño, cuando un rico era un espectáculo del que disfrutaba la muchedumbre miserable. Buen ejemplo fue nuestro compatriota, el duque de Osuna. A los 30 años heredó del hermano mayor, sobre su fortuna de segundón, tal cantidad de dinero que le consideraron uno de los tipos más ricos del mundo. Tenía de renta, al año, cinco millones de pesetas y la equivalencia, en moneda de hoy, sería el beneficio de un trabajador bien pagado que, si llegaba a tener empleo todo el año, ganaba 150 pesetas, en total.
Nuestro espléndido millonario, entre otras cosas, agarraba cada día un par de guantes nuevos, que nunca usaba; tenía 366 pantalones, pues era hombre previsor, por si el año caía en bisiesto y el problema de la vivienda carecía significado para el, pues poseía 60 palacios y unos cuantos castillos y residencias repartidos por el mundo. Cada una de estas moradas estaba dispuesta, permanentemente, por si se presentaba sin avisar, entrando en las previsiones una nutrida despensa y la correspondiente surtida bodega.
Los bailes y recepciones del aristócrata, en su mansión madrileña de la Alameda de Osuna, no tenían parangón, ni siquiera con lo que pudieran organizar los reyes contemporáneos. Para ello, la intendencia de un ejército de criados, cocineros, reposteros, jardineros, cocheros y palafreneros. Las tierras, aquellos latifundios que rara vez pisaba, procuraban rentas inacabables, alimentos de todo tipo, animales de tiro, de carga, de carne, caza asegurada y maragatos para llevar pescado fresco a sus manteles. Claro que hay que contar con las minas de Perú y el apetitoso mercado de esclavos, al que no hacían ascos los cristianísimos reyes de España, de Francia, Inglaterra o Alemania. También entraban en el haber los negocios marítimos y los nacientes ferrocarriles, aunque rara vez se produjese un conde de Montecristo. Al morir el duque, 38 años después de heredar, dejó deudas por valor de 44 millones de pesetas, de las de entonces. ¡A ver que potentado contemporáneo es capaz de igualar la marca!
Hoy existe un ranking de poderosos, que parecen encabezar, con el citado Gates, el sultán de Brunei, los jeques del petróleo, y asoman con fuerza, por un lado, misteriosos y enigmáticos millonarios chinos y fanfarrones mafiosos ex soviéticos, pero han perdido su perverso encanto personal. Hay pisazos, dúplex, chalets con piscina interior, sauna, sala de billares, altos muros que esconden de las miradas ajenas pequeños bosquecillos en lugares céntricos y lo que se quiera, pero se acabaron para siempre la fastuosidad y el boato. En Europa, desde hace varios decenios, sólo queda el baile de la Rosa, en Montecarlo, donde hay que pagar sumas relativamente elevadas por asistir y cuyos beneficios ayudan a sobrevivir a los príncipes Grimaldi, una vez hecho el arqueo en el Casino, donde la mayor parte del año, me dicen, hay más empleados que clientes.
Ya no volverán -¡ay!- los bailes del duque de Osuna, ni se repetirá el cortejo de landós, carretelas y calesas llenas de pisaverdes, damiselas, prostitutas de alto copete, brigadieres y banqueros. Ahora, para codearse con el Rey basta con acertar una noche y reservar una mesa en el Mesón de Cándido. Con una buena propina le sirven a uno antes. Nada ni nadie vuelve atrás aunque, la verdad, tampoco nos importa un pimiento.
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