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Columna
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Año del descubrimiento

Por fin la autoridad ha percibido la gran revolución de estos años, iniciada en los sesenta del siglo pasado y continuada hasta hoy, cada vez más acelerada: la construcción destructiva. Era visible la explosión inmobiliaria por la proliferación de bloques de casas en cadena. Era visible su efecto sobre las costumbres, pero nadie vio nada, quizá porque una torre de pisos no desentona en la economía del máximo beneficio personal, lo que antes se llamaba capitalismo para diferenciarse de otras formas económicas. Puesto que el capitalismo es la única economía existente e incluso la única imaginable, ya sólo hablamos de economía, y acabamos de descubrir lo fácil que resulta convertir en delincuencia negocios tan legítimos como la compraventa de bienes raíces.

La industria inmobiliaria ha cambiado la política. Ha conseguido que algunos gobiernos municipales funcionen como asociaciones para delinquir. La proliferación de viviendas a precios imposibles para la mayoría de los vecinos ha contado con el apoyo caótico y eufórico de todos los partidos, de la derecha a la izquierda. Hemos descubierto que el crecimiento económico puede equivaler a delincuencia económica, y habrá quien culpe al libre mercado, pero el urbanismo actual habría sido imposible sin la contundente intervención del Estado en la economía: los ayuntamientos han privatizado suelo y recursos públicos con la necesaria colaboración, activa o pasiva, de la administración autonómica.

Se ha llevado a cabo una especie de desamortización, como la del siglo XIX, cuando la expropiación y venta de fincas de conventos y municipios. Esto era entonces liberal, una reforma antifeudal de la propiedad de la tierra, iniciada por los invasores franceses, ratificada por las Cortes de Cádiz y los progresistas de 1837 y 1855. La liquidación de los bienes municipales movió dinero para bien de todos y arruinó a los vecinos. Los métodos de venta y pago aseguraron la posesión de la tierra a la aristocracia de sangre y del comercio, los viejos y nuevos terratenientes, actores decisivos en la historia de España, una historia fea. Es mejor no recordarla porque, en vez de unir a los españoles, los separa.

En Sicilia pasó casi lo mismo. En 1812 los señores feudales de la isla se convirtieron al liberalismo. Obligaron al rey Fernando I de Borbón a firmar una Constitución liberal que despojaba a la nobleza de sus privilegios feudales, y transformaron sus tierras en propiedad privada, libremente negociable. Los feudos fueron latifundios. La vida cambió para que todo siguiera igual, y hay quien ve en ese momento el origen remoto de la mafia de hoy.

En nuestros años hemos vivido otra desamortización, muy distinta, porque ya no había feudos sino propiedad pública. Se han vendido masivamente las propiedades municipales. Los ayuntamientos se han deshecho del suelo municipal en nombre del bienestar general o lo que antes se llamaba bien común. El asunto empezó con un permiso para construir donde no se podía, y a cambio la constructora dejó un mínimo jardín público que el Ayuntamiento acabó cediendo para la construcción de un bloque más de viviendas. Luego se vendió directamente suelo público. Y todo fue dentro de la ley, como legal ha sido el arrasamiento de paisajes, la invasión de las playas y los montes.

Existe ahora una nueva sociedad económica, con una red de tratantes y comisionistas en torno a la Administración, y políticos reconvertidos en negociantes inmobiliarios como única profesión verdadera. Los bancos participan en los beneficios inmediatos del suelo y en el negocio dilatado de las hipotecas inacabables. Mucha gente que jamás había tenido dinero sucio en sus manos se ha visto obligada en la notaría a ensuciar su dinero para poder comprarse un piso. Todo se ha viciado, y no es una cuestión regional ni nacional: en esta revolución urbanística son esenciales las tramas de tráfico mundial de capitales y limpieza de rentas mafiosas. No conocemos el alcance de esta mutación moral. No es el asunto del año, sino el asunto del futuro.

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