El ministerio fiscal frente a la corrupción
El autor sostiene que los casos de corrupción han alcanzado "proporciones alarmantes" y que ya sólo cabe "una solución radical"
El crecimiento económico protagonizado por España en el último decenio, propiciado, entre otros factores, por las condiciones impuestas en Maastricht a nuestra flexible Constitución económica, ha provocado un cambio cultural de proporciones desconocidas. Resonó en lontananza la trompeta apocalíptica del Estado de bienestar y los gestores de la cosa pública, seducidos por este nuevo Dorado sin fronteras, pensaron que la corrupción era cosa el pasado. Se equivocaron. Denunciando un secreto a voces, ciertos sucesos difundidos no ha mucho por los medios han dado la razón a Von Beyme, para quien la corrupción, engastada en las estructuras de poder y con acreditada capacidad de supervivencia, acompaña a todas las organizaciones políticas.
De los conocidos sectores de riesgo, financiación de partidos, contratos públicos y urbanismo, éste último, de crecimiento exponencial -hasta el 18% del PIB-, se ha convertido en protagonista de la escena política. El problema se acrecienta a la vista de sus consecuencias. Y es que, aunque la corrupción es por principio discreta, sus obras en el campo urbanístico se manifiestan con descaro a los ojos de todos: destruye parajes naturales -a veces con la excusa del campo de golf, cementerio de recursos hidráulicos necesarios-, rompe la silueta de las ciudades, arrasa con espacios protegidos, cierra las costas con esperpénticas murallas de hormigón y ladrillo; arruina en suma el equilibrio entre naturaleza y polis. El problema alcanza proporciones alarmantes.
Dinero de variadas procedencias acaba por refugiarse en España, dársena de inversiones inmobiliarias de los productos del delito. Sintomático resulta que circulen por nuestro país 106 millones de billetes de 500 euros, el 26% de los distribuidos en la zona euro. Y así, se llega a mantener que España puede convertirse en paraíso penal y refugio de delincuentes.
Alarmada la sociedad por la situación, se agita la clase política y se apuntan ciertas soluciones, de alcance limitado. No bastan; urge una solución radical. Mantengo que España ni está en condiciones de investigar de manera eficaz la delincuencia económica ni la mera multiplicación de recursos aporta la respuesta adecuada. La plena libertad de flujos monetarios a escala planetaria ha dado lugar a un nuevo orden mundial en el que el Estado está a merced del capital, gran vencedor del turbulento siglo XX. Y en tal situación, las herramientas penales diseñadas para defender la propiedad y la sociedad burguesa ya no sirven. Nos situamos en el tránsito de lo material a lo virtual, de los estigmas y signos externos del delito a la criminalidad digital, cuyos rasgos distintivos son la volatilidad y la fugacidad. La adecuación del sistema penal a esta nueva situación exige cambios estructurales.
Frente a la pujanza de la sociedad de la información que nos descubre Castells, España sigue invertebrada. Rotos los diques de la vigilancia y el control que instauró la sociedad disciplinaria que analizara Foucault, el Estado está en manos de la sociedad y el poder económico. Los distintos cuerpos llamados a hacer frente al problema actúan de manera aislada y con recíproca desconfianza, cuando no en abierta competencia. Producto de ello es un Estado cuarteado, suma de órganos judiciales, policiales y administrativos descoordinados. Así las cosas, la investigación se desviará a los sectores en que ésta se presenta menos compleja.
A lo anterior se une el obsoleto, ritual, formal y escriturario modelo procesal vigente, de manifiesta ineficacia. Debe ser sustituido por una fase de investigación más ágil y simplificada y, de manera complementaria, potenciarse el juicio oral. Tal cambio obedece, además, a exigencias constitucionales. Baste tener en cuenta la coincidencia de funciones de dirección de la investigación y de decisión sobre derechos fundamentales, tales como la libertad personal o la inviolabilidad del domicilio o de las comunicaciones. O el recurso sistemático al secreto interno de las actuaciones. No menos discutible es que quien dirige la investigación valide más tarde la instrucción y decrete la apertura del juicio. Y así, a la ineficacia se suma la legitimidad reducida del proceso. Frente a ello debemos imaginar a un magistrado por entero imparcial, al margen de los intereses en conflicto, junto a un fiscal director de la investigación. El juez de instrucción -hoy minoritario en Europa- debe convertirse en el "juez de la instrucción". Ha de garantizar los derechos fundamentales, controlar la investigación dirigida por el fiscal y decidir si las pruebas aportadas y la regularidad de su obtención justifican la apertura del juicio, tras el juicio provisional de tipicidad y suficiencia indiciaria.
En esta situación le corresponde al Ministerio Público una responsabilidad de primer orden, centro de la nueva síntesis de legitimidad y eficacia, que debe girar en torno a estos criterios: utilización adecuada de toda la información disponible en el seno del Estado, mediante la coordinación de servicios policiales y administrativos, la dirección y control de las investigaciones de la policía judicial por el Ministerio Fiscal y la revisión de la actuación de éste por los jueces.
A este proyecto se han opuesto razones basadas en los recursos, dada la enormidad de la tarea, y en la necesaria imparcialidad del fiscal general del Estado. Fácil sería, frente a lo primero, unificar las carreras judicial y fiscal, de suerte que parte de los actuales jueces de instrucción podrían convertirse en miembros del Ministerio Público. Solo así se garantizaría una verdadera política criminal, atomizada hoy en manos de los jueces y de imposible articulación armónica en el plano del Estado. Nada impediría, como alternativa inmediata, una reforma limitada al ámbito de la delincuencia económica, con el proceso penal de menores como referencia.
La independencia del fiscal general, abordada recientemente en el Proyecto de Reforma del Estatuto del Ministerio Fiscal, es fundamental. La modificación apunta la buena dirección, aunque parece quedarse a medio camino. No debería convertirse esta cuestión en excusa de quienes, por otras razones, se oponen a tan necesaria reforma. Que se aborde el debate y se acometan los cambios con todas sus consecuencias no puede esperar. A la vista de las proporciones que ha alcanzado la gran delincuencia económica en España, y su negativa influencia sobre nuestra democracia y los ciudadanos, es cosa urgente. Y así, frente a la pesimista visión de Weber, convencido de la naturaleza diabólica del poder, quizás podamos seguir aspirando a una Justicia que elevat gentes y sea fundamentum regnorum, y mantener la esperanza en el Derecho, como instrumento para su logro. Sólo cabe desear que no sea demasiado tarde.
Joaquín González es fiscal, jefe de la Unidad de Consejo Judicial de la Oficina Europea de Lucha Antifraude y autor de Corrupción y justicia democrática.
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