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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La Barcelona de Juan Goytisolo

Monika Zgustova

En la recepción del hotel Oriente de La Rambla de Barcelona encuentro a Juan Goytisolo. Está contento: acaba de presentar en Barcelona dos nuevos volúmenes de sus obras completas y, sobre todo, se encuentra en su ciudad natal, que recientemente ha descubierto como un lugar que le apasiona por la mezcla de etnias que llena sus calles de piedras ocres. En Barcelona se encuentra a gusto, al igual que en Marrakech, donde reside, al igual que en París, adonde se exilió de la España franquista y donde vivió varias décadas con la escritora Monique Lange, cuya muerte, prematura como todas las muertes de los seres queridos, fue para Juan un hito doloroso y un incentivo para esa breve obra maestra que es Telón de boca.

"Castellano en Cataluña, afrancesado en España, español en Francia, hispano en Norteamérica y moro en todas partes"

Juan señala unas cuartillas mecanografiadas y me invita a la presentación que corre a su cargo, en la Biblioteca de Cataluña, del libro que recoge las conversaciones entre escritores barceloneses y extranjeros que conforman el ciclo Diàlegs sense fronteres que el año pasado programó el KRTU en el Ateneo. Echo un vistazo a esos papeles con el discurso que Juan blande encima de la mesa y me fijo en un mensaje allí inscrito: "Los planteamientos unívocos y autoritarios -nacionalistas, lingüísticos, sociológicos-, trazados siempre con regla y compás, conducen a quienes no encajamos en ellos a una tierra de nadie en la que la complejidad deviene anomalía". Entonces le recuerdo a Juan lo que dijo hace un tiempo: "Catalanes en Madrid y españoles en Barcelona, nuestra ubicación es ambigua y contradictoria, amenazada de ostracismo por ambos lados". Y le pregunto: "¿Aún ahora lo ves así?". "Sí, eso es perfectamente válido aún hoy, al igual que lo que escribí hace 20 años en Coto vedado: castellano en Cataluña, afrancesado en España, español en Francia, hispano en Norteamérica, nesrani en Marruecos y moro en todas partes".

Salimos a La Rambla para doblar por la calle del Hospital, y nos viene al encuentro toda una procesión de los nuevos habitantes del Raval; indios y paquistaníes, africanos y árabes, suramericanos y chinos, parece como si medio mundo se diera cita en el patio del Hospital y en las calles vecinas. Y mientras salimos del patio de la biblioteca a la calle del Carme, Juan confiesa, satisfecho, que ésa es la Barcelona donde se siente a gusto: "De la plaza de Catalunya hacia abajo, ésa es mi Barcelona, la de más arriba no me interesa".

Aunque él procede de la de más arriba, de la zona de las Tres Torres. "Ayer fui a ver a mi hermano en su casa, en el barrio de nuestra infancia, como aquel que vuelve al lugar del crimen", ríe. Al ver que no acabo de entender su broma, me explica, sabiendo que no soy de aquí, que la Barcelona franquista, posterior a la Guerra Civil, de su juventud, fue un sitio lúgubre: "Fui adoctrinado conforme al canon nacionalcatólico". Ya en su adolescencia su ciudad se le hizo irrespirable, de modo que unos años más tarde cruzó la frontera por primera vez para establecerse en el multiétnico barrio parisiense del Sentier, donde pasó décadas, eso sí, siempre cruzando fronteras: en los años sesenta las de Cuba y la Unión Soviética para descubrir y revelar la verdad sobre el comunismo totalitario, en aquel entonces venerado por muchos intelectuales occidentales, y más tarde, las del Magreb y de Turquía. Me cuenta todo eso mientras deambulamos por el Raval oliendo los humos de las cocinas paquistaníes e indias, y chocando sin querer con los niños de todos los continentes que allí juegan, chillan y corren.

En la Biblioteca de Cataluña, admirado, Juan da un paseo bajo las piedras de los arcos góticos. En su discurso inaugural, el director del KRTU, organizador de la jornada, Vicenç Altaió, le dice a Juan entre otras cosas: "La Barcelona institucional está en deuda contigo", y yo juzgo esa afirmación absolutamente acertada. Juan toma la palabra para hablar, entre otras cosas, de cómo se mide la buena salud de una cultura: "Se mide por su apertura a lo exterior, por su afán de apropiarse y asimilar elementos foráneos que la enriquezcan". Y mientras afirma que puede ser a la vez barcelonés, parisiense, marrakechí y reivindicar la nacionalidad cervantina, que puede escribir en castellano y sentirse en casa en Barcelona y no en Madrid, pasear por La Rambla, la Ribera o el Raval con la misma inmediatez afectiva que siente hacia el paisaje urbano y social que le procura la ciudad ocre y rosada del Atlas donde vive, yo recuerdo otro paseo con Juan, hace unos meses, por la Medina de Marrakech. Deambulando por las estrechas callejuelas del mercado, los hombres de los puestos saludaban a Juan con gran respeto, de vez en cuando le invitaban a tomar un vaso de té con menta. "Por lo visto eres muy querido también aquí, en Marruecos", le dije durante la cena en su casa, rodeados de sus tres hijos adoptivos marroquíes. Y Juan me contó que lo que lo hizo conocido entre la gente de Marrakech fue su postura en defensa de la plaza de Jamma el Fna cuando las autoridades de la ciudad se habían empeñado en "modernizarla" a base de construir en ella grandes almacenes y aparcamientos.

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Más tarde, mientras cenamos a la luz de las velas en el Carmelitas del Raval, ese restaurante testimonio de los medievales pasillos subterráneos, me digo que así es Juan, ese hombre que mueve cielo y tierra para salvar plazas emblemáticas y convertirlas en patrimonio de la humanidad, ese hombre que persigue siempre conocer a fondo nuestro mundo sin que por ello dude en pasar una temporada en medio de la masacre chechena o caminar bajo las balas de los francotiradores serbios en Sarajevo, todo eso para poder afirmar con toda certeza, a base del conocimiento real que únicamente proporciona una vivencia directa, que "vivimos en un mundo de fronteras rígidas, trazadas a menudo con sangre".

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