¡Ba-lon-ces-to!
¡Ba-lon-ces-to! En mitad del escenario, rodeado de sus jugadores, Pepu Hernández se dirigió con este grito a los miles de personas que se habían congregado en la Plaza de Castilla de Madrid. Era la noche del 4 de Septiembre y habían pasado poco más de 24 horas desde que el equipo español se había convertido, a miles de kilómetros de ahí, en campeón del mundo. Este grito, recibido con el mismo entusiasmo con el que la afición había seguido a este equipo ejemplar, encerraba sin duda una reivindicación. La de un deporte que, según sus protagonistas, no ocupaba el lugar que merecía. De una especialidad que cuenta con muchos más seguidores de los que apuntan las audiencias televisivas. De un juego capaz como pocos de ofrecer diversión, emoción y estrategia. Pero desde que en los años 80 el baloncesto fue el primero que al menos durante un tiempo compartió espacio preferente con el todopoderoso universo futbolístico, su lugar en el escalafón deportivo nacional no había parado de descender. Hasta que el fin de siglo nos trajo un regalo. En el Mundial Junior de Lisboa 99 descubrimos una generación excitante, llena de jugadores muy especiales, capaces de recuperar todo lo que se había perdido en la larga travesía del desierto que supuso la década de los 90. Se instalaron rápidamente en el podio europeo, recolectando medallas. Pero viendo la conjunción astral que suponía una reunión de talentos como la que formaban, aquello parecía quedarse corto. El listón de la referencia del otro colectivo histórico, el de la medalla de plata olímpica en Los Ángeles, tenía que ser derribado. Se tentó la suerte en el Mundial de Indianápolis y lo tocaron los dedos en los Juegos de Grecia. En ambas ocasiones faltó algo, llámese madurez o la necesaria dosis de suerte. Pero era una cuestión de tiempo, sobre todo observando el compromiso adquirido por todos con la selección. En Japón, por fin, todo cuadró. Los jugadores, el entrenador ideal para ayudarles y que el día en el que todo se decidiese en el filo de la navaja, la fortuna no fuese esquiva. Nocioni erró ese tiro en la semifinal y ya nada ni nadie pudo pararles. Ni siquiera la ausencia de Gasol.
Hay una cuestión fundamental para entender la enorme adhesión y admiración que ha provocado este colectivo y que premios como el Príncipe de Asturias, arrasadas como esta votación al acontecimiento del año o el triunfo de Gasol como estrella del 2006, que tiene mucho mérito tratándose de una pieza en un deporte colectivo. La conexión emocional que han logrado con aficionados, periodistas u otros colegas deportistas. En este caso, ha tenido tanta importancia el qué como el cómo. El deporte español vive una etapa increíble, donde los éxitos se suceden sin parar. Pero el éxito, las medallas, los campeonatos, no se alcanzan por los mismos caminos. La selección española de baloncesto, además de lograr algo histórico, lo hizo a través de unos valores, unas señas de identidad, un comportamiento individual y colectivo con las que todos comulgamos, profesionales o profanos. Esa pasión por el juego, su optimismo, la ambiciosa humildad, el compañerismo que mostraron en todo momento, la preponderancia del factor humano ante cualquier situación les hizo un hueco en todos nuestros corazones, entusiasmados al comprobar como en un mundo tan profesionalizado y exigente como el deporte de alta competición, había espacio para otras cosas. Además, y es otra cuestión para tener en cuenta, el frustrante referente anterior que fue la actuación de la selección española de fútbol en el Mundial de Alemania, potenció aun más estas virtudes.
Ba-lon-ces-to, gritaba con alegría y rabia Pepu, otro de los grandes triunfadores del año. Tenía mensaje su frase, aunque no hacía ya falta, pues nunca se había visto mejor propaganda que los 17 días donde pudimos disfrutar como nunca de un grupo que hizo honor a todo lo grande que encierra el deporte. Cualquier premio, de la enjundia que sea, resulta del todo merecido.
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