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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

JRJ, siempre con Zenobia

Cuando estuve en la India, a primeros de año, me traje de allí el escalofrío de un país rigurosamente incomprensible para las comunes entendederas occidentales. Les ocurre a muchos viajeros de esta parte del mundo, que ya nunca se curan del asombro. En estas mismas páginas (08/02/06), traté de explicarles algo de lo que me supuso ver, en el Pabellón de España de la Feria del Libro de Calcuta, en medio de aquel caos de miseria, religiones y alta tecnología, largas colas de gente buscando todavía las huellas de Zenobia y Juan Ramón, en su lírica, prodigiosa hermandad con Rabindranath Tagore. Cómo el arco inaudito que ellos trazaron, de Moguer a Bengala, sigue palpitando. Lo que en absoluto quiere decir que sea fácil de entender.

El llamado "Trienio Zenobia-Juan Ramón" me ha mantenido vigilante aquel asombro. Desde que se iniciaron los actos conmemorativos de los 50 años del nobel ("La verdadera merecedora de este premio es Zenobia", dijo el poeta, que no era amigo de retóricas vanas) he ido siguiendo, como me ha sido posible, el curso de los diversos episodios conmemorativos. Mal tropiezo tuvo en aquella zarabanda política del 25 de mayo, digna de todos los olvidos, cuando, por una cuestión de protocolo en la entrega del premio de poesía que lleva el nombre del autor de Espacio, autoridades de Huelva a punto estuvieron de llegar a las manos, con un PP, como suele, empeñado en apropiarse de los grandes escritores de la época de la República (ya lo intentaron con Lorca, con Hernández, con el mismo Azaña), como si eso fuera posible.

Por suerte, un paralelo simposio, celebrado en Huelva también, puso el contrapeso necesario a aquel penoso incidente. Javier Blasco, conductor del "Trienio", enmarcó las nuevas reflexiones, recordando que la imagen personal del poeta era injustamente negativa hasta años recientes, pero que "ahora no hay poeta que reniegue de él". Cierto. Otros más, como Alfonso Alegre o Encarnación Lemos, han insistido en la necesidad de corregir esa mala imagen, "tergiversada interesadamente por la dictadura", según la última.

Junto a esa desmitificación del hombre huraño y egoísta, moneda corriente en los mentideros de la literatura, se apuntan otras de tanta o mayor necesidad: la de "torremarfileño", que tanto molestaba al poeta: "Yo era torrero de marfil para ciertos algunos, porque no iba a los corros del café"; "No aprendí de ninguna falsa aristocracia; aprendí desde niño, en mi Moguer, del hombre del campo, del carpintero". Y también: "Si yo soy individualista, como buen andaluz, es por comprensión de mi pueblo. El pueblo es la mejor parte, la semilla pura y la verdadera esperanza de España" (1937, ojo con la fecha).

De urgencia es poner en su verdadero sitio a Zenobia. La mujer culta, cosmopolita, que salvó a Juan Ramón de la melancolía incurable (además de la ruina familiar, ya consumada en 1914, cuando "la americanita" le traduce los primeros poemas de Tagore), y lo empujó al universalismo que ya estaba latente en las hondas cavilaciones del autor de Animal de fondo. Un injerto intelectual y humano, sin el cual Juan Ramón jamás hubiera sido lo que llegó a ser. Y ahora más que nunca es de justicia recordar que él siempre lo reconoció así. Cuando en 1954, ya en el fértil y doloroso exilio, se inauguró la sala que la Universidad de Río Piedras dedicaba al poeta, éste aseguró que no pondría los pies allí hasta que no le cambiaran el nombre por el de Sala Zenobia-Juan Ramón.Y así se hizo. Pues así fue su vaticinio-promesa: "Tu nombre y el mío siempre se pronunciarán juntos". Un reciente simposio, organizado por la UNIA, ha servido para ir poniendo en claro todo esto, y mucho más que queda.

Queda, nada menos, que resaltar la condición de "hombre libre", que muy patente se hace en la excelente exposición que el Ministerio de Cultura, en colaboración con la Junta de Andalucía, ha montado en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Juan Ramón siempre reclamó para sí esa más que difícil actitud, en todo, pero también en la escabrosa materia política. Compatible, desde luego, con su defensa a ultranza de la República y como delator del Régimen de los usurpadores, que increíblemente todavía lo tentó en 1947, cuando Pemán ofreció al libremente exiliado un sillón en la Academia -que Juan Ramón, naturalmente, rechazó-. Como rechazó la mano que le tendía Segundo Serrano Poncela, con quien coincidió en Puerto Rico, por considerar que la tenía manchada de la sangre de Paracuellos.

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Y tantas más cosas como habrá que ir dilucidando, publicando -magnífica la edición del Epistolario I de Zenobia, ¡1.453 páginas!-, digitalizando (Carmen Calvo ya se ha comprometido a hacer esto último con los legajos de Puerto Rico), y un largo etcétera. Hasta ver si, poco a poco, logramos acercarnos a lo principal: el significado de la obra de este gigante de la lírica que nos tocó en suerte a los andaluces; el enigma esencial de una filosofía literaria que, partiendo de la sensualidad gratuita del Modernismo, se impregnó de la ética del krausismo, y fue capaz de depurar la algarabía politeísta hindú, hasta desembocar en la plenitud panteísta de los atardeceres moguereños. Y todo ello, depurando al mismo tiempo el lenguaje poético que ya recogió de Bécquer. Mucho resta por hilar en semejante tarea. Pero algo esperemos ir sabiendo, que nos ayude a aceptar, por lo menos, que ser poeta en Calcuta no es un delito, ni en Huelva una anomalía.

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