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Columna
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Qué bello es vivir

Una estación de tren no es propiamente un lugar y quizá por eso goza de una atmósfera propicia para la ficción, donde a veces suceden cosas extraordinarias, como en los cuentos de Dickens. Allí la Navidad todavía conserva un hechizo antiguo de vagones iluminados.

La semana pasada me acerqué a la estación del Norte llena de puestos navideños y sumida en el trasiego propio de estas fechas. Había reservado unos billetes por teléfono y estaba esperando mi turno para recogerlos en la oficina de atención al viajero, cuando de pronto se abrió la puerta de la calle con un golpe de aire y entró una mujer joven cargada de bolsas y paquetes. Me pareció antillana por el acento. Llevaba una boina de lana y una cara de desolación tan irreparable que nadie protestó porque se saltara el turno y se colocara la primera ante el mostrador de recepción, para explicar su caso. Lo que le había sucedido era algo extraño, pero verosímil. Al parecer la mujer llevaba un buen rato en el vestíbulo, con su equipaje de inmigrante transoceánica y su billete en la mano a la espera de que llegara el tren y de repente, en un segundo, en medio de una ráfaga de viento oscuro, el billete desapareció. Lo contaba con una reverencia antigua hacia los misterios, dibujando en el aire con el índice una serie de círculos continuos como si los billetes de tren pudieran volar por ahí como ángeles. Quedaban apenas diez minutos para que saliera el expreso de Andalucía repleto de destinos navideños y la mujer no dejaba de repetir al borde de las lágrimas que ella había pagado su trayecto.

La historia resultaba tan increíble que sólo podía ser cierta, pero el funcionario alzó las cejas y extendió las manos con las palmas hacia arriba con un gesto de actor de cine mudo, como diciendo "Y qué quiere que yo le haga". La posibilidad de comprar otro pasaje parecía tan fuera del alcance de aquella mujer como un viaje sideral y al escucharla, experimenté un temblor extraño en la conciencia.

En ese momento se produjo un apagón. Y ahora viene el nudo de la historia, porque cuando al cabo de unos segundos volvió la luz, quien apareció en la puerta no fue el fantasma de James Stewart, como en la famosa película de Frank Capra, sino una niña larguirucha, mellada y pelirroja, con dos coletas y un paraguas colosal de lunares. Mientras la mirábamos perplejos, la niña trazó con la mano libre una espiral de nubes sobre su cabeza y con un gesto casual le entregó el billete a su dueña:

-Me lo he encontrado volando, dijo sin inmutarse.

Aunque el universo se rige por leyes que a veces parecen inescrutables, no consta que la Renfe se sirva ya de menores de edad para recoger los billetes perdidos por el aire. Pero, si lo piensan bien, en la vida encierra el mismo misterio la caída de la hoja de un árbol que el vuelo de un ángel.

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