Dulce y laica Navidad
¿No cantar villancicos en un colegio público logra una sociedad más tolerante y laica? Que lo digan los chavales que hicieron el belén en un centro de enseñanza público de Valencia donde la directora lo ha quitado sin avisar a nadie. ¿Censura en nombre del laicismo? Ya se ha comenzado en más de un colegio a no permitir tales manifestaciones. Está en juego el futuro que nos espera.
Los que celebran San Fermín en Pamplona y corren delante de los toros en orgiásticos festejos no creen todos en el santo ni en lo que representa, pero disfrutan de la fiesta, lo mismo que muchos de los que van a contemplar la Semana Santa a Sevilla, Córdoba o Zamora, gran atracción turística por su espectacular calidad estética. Cuando hemos ido a Egipto y hemos visitado las mezquitas pudimos contemplar su belleza sin tener por ello que hacernos musulmanes. El viajero cristiano o ateo puede ir a disfrutar del Ramadán en Marruecos sin tener por qué renunciar a sus convicciones.
También conocemos anticlericales y ateos que se complacen en construir belenes en sus comercios o con sus hijos, lo mismo que muchos disfrutan y ponen un árbol de Navidad para recibir los regalos de Papá Noel sin que por eso crean necesariamente en él, y muchos disfrutan los regalos de los multiétnicos Reyes Magos siendo republicanos.
El Perugino, sospechoso de ateísmo en un Renacimiento oficialmente católico, no dejó de pintar vírgenes y cristos. J. S. Bach escribió una maravillosa misa católica, siendo luterano.
¿Acaso no puede aprender un villancico el musulmán? Sin duda que le molestará al fanático, pero tal vez otros podrían hacerlo sin renunciar a sus creencias, como también aprenden música o poesía islámica religiosa los no creyentes. Quienes cantan villancicos no tienen por qué ser necesariamente católicos, y por eso en cualquier orquesta de Occidente nadie sensato se plantea problemas a la hora de cantar o tocar en un concierto el Requiem de Mozart o de Verdi, una misa de Machaut o Beethoven, que disfrutan estupendamente hasta los más convencidos anticlericales.
La clave estaría en intentar distinguir, con elasticidad y respeto, entre el ámbito religioso y el cultural, tan cercanos y mezclados muchas veces, pues cada vez va a ser más importante en nuestra sociedad laica, es decir, neutral con las creencias de sus individuos. A nadie se le obliga a creer nada, ni siquiera en las bondades de nuestra Constitución.
Radicalizar las cosas podría recordar los argumentos a favor de la quema de iglesias que tan tristes vacíos artísticos dejaron en no pocos lugares de España. Del mismo modo que en el Renacimiento y en el Barroco muchos palacios se llenaron de dioses grecolatinos sin que por ello renunciaran a sus creencias, hoy podemos entrar en ellos sin cambiar nuestra conciencia, sin que tenga por qué molestarnos. Es una cuestión cultural.
Lo mismo sucede en Egipto con los templos faraónicos o con las antiguas mezquitas. Pueden verse con perspectiva religiosa por los creyentes o los que odian una u otra religión, pero también como una riqueza cultural. Demoler ese patrimonio puede ser una grave torpeza, más propia de los talibanes que de una sociedad avanzada.
Nos guste o no, nuestra cultura está configurada desde el catolicismo como también lo estuvo desde el judaísmo y el islam, basta ver la arquitectura andaluza o escuchar nuestras lenguas. No en vano dice C. G. Jung en Del sueño al mito: "En realidad, el cristianismo es nuestro mundo. Todo lo que pensamos es fruto de la Edad Media cristiana. Nuestra ciencia misma y, en una palabra, todo lo que se agita en nuestros cerebros está formado, necesariamente, por esta era histórica que vive en nosotros, de la que estamos impregnados". Esto, unido al desarrollo científico y al pensamiento ilustrado, ha configurado nuestra cultura. No se trata de eliminar los crucifijos centenarios de edificios históricos que explican de dónde hemos salido, de eliminar fiestas o modos de actuar que no tienen por qué obligar a ninguna creencia. Radicalizar esto llevaría a no hacer leer la poesía de San Juan de la Cruz o Santa Teresa, el Quijote, a Calderón o Lope de Vega, a no mostrar en las clases de historia del arte cuadros de temática religiosa o arquitecturas comprometidas, o a no iluminar las calles por Navidad.
En democracia, la mayoría decide, sin aplastar a los demás. Por eso es normal que en un país de mayoría cristiana sean éstas las fiestas más representativas. Eso no quita que en lugares con mucha población de otros credos, como en Ceuta y Melilla, pueda ser hermoso que se celebren también fiestas musulmanas. No en vano, la mitología, entendida críticamente y de un modo formativo, fue algo que defendieron autores como F. Schlegel, Schelling, Hölderlin y el joven Hegel.
Un Estado laico que respete las creencias de todos es lo que buscamos, pero no hay que llevar a renegar de nuestra historia, de nuestro arte y de las tradiciones que en fiestas como las navideñas buscan el reencuentro y el fomento de la bondad, aunque sea durante unos pocos días. Buscar lo que une más que lo que nos separa siempre parece esencial para cualquier diálogo.
No se puede obligar a ir a la misa del gallo o a inclinarse hacia la Meca, ni es aceptable la Inquisición o el terrorismo contra los infieles, pero tampoco son tiempos para el anticlericalismo decimonónico con sus viejos "matacuras". El tercer milenio de nuestra era ha de saber vertebrar la libertad de creencias con la tradición y el progreso en paz de nuestra sociedad. ¿Queremos dialogar?
Ilia Galán es director de la revista Conde de Aranda (Estudios a la luz de la francmasonería).
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