Cuestión de límites
En un programa que se llama La buena gente (en la sobremesa de Canal Sur) uno no espera encontrar a personajes esquinados como los que a veces acuden a los platós para pedir perdón por alguna fechoría de la que no tienen la menor intención de arrepentirse (esto es lo único que suele quedar claro en los programas "de testimonio") ni polémicas agrias acerca de qué cuernos vinieron primero, si los de ella o los de él. Esperamos eso, buena gente y buen rollo, el género que lideraba sin discusión don Manuel Torreiglesias (¿para cuándo el proceso de beatificación?) hasta que los jefes empezaron a derivar cada vez más el programa al género de la teletienda para hipocondríacos. Por cierto: el buenrollismo de La buena gente parece incorporar, como un reverso inesperado, una manga más que ancha con el lenguaje grosero y escatológico, cuyo gracejo popular celebran y ríen los presentadores hasta las lágrimas (o al menos hasta los pañuelos), como ocurrió el jueves en la tertulia celebrada en torno a Las Carlotas, que no se dejaron en el tintero ninguna de las expresiones menos adecuadas para la sobremesa. Pero en fin, en Canal Sur eso es buenrollismo y por eso cabe en los límites de un programa que se llama La buena gente.
Los límites, ésa es la cuestión. En las entrevistas son fundamentales. Reza una máxima del género que todo entrevistado queda reducido a los límites mentales del entrevistador. Por ejemplo: hay entrevistadores que parten de una admiración incondicional por el entrevistado y se mimetizan con él, de forma que están de acuerdo con él en todo, todo lo que les ha ocurrido les parece emocionante o ejemplar, y así hasta resultar empalagosos. El problema de ese tipo de entrevistas está en el espacio mental del entrevistador, cuyos límites son tan pequeños como los de la admiración incondicional, desde la cual es difícil preguntar algo interesante y mucho menos contestar algo inesperado. En otros casos el entrevistador maltrata al entrevistado hasta extremos tan delirantes como los de Mercedes Milá (las broncas en las que se enzarza con algunos concursantes de Gran hermano superan todo lo visto); y eso ocurre porque el entrevistador define un terreno de soberanía propia en el que sólo él tiene una autoridad que debe quedar patente al precio que sea.
Digamos que estos son males menores comparados con el límite mayor que tiene el género de la entrevista en televisión, y que no es otro que el de la naturaleza industrial y financiera del tiempo televisivo. Las dimensiones reales (no las utópicas) del tiempo que mide lo que ocurre en televisión son incompatibles con cosas como el silencio, la duda, el matiz. No ha sido así siempre. Aunque no llegaran a las cotas del mítico Apostrophes de Bernard Pívot, aquí hemos podido ver programas de entrevistas que parecían conversaciones, escenarios mentales abiertos a la escucha del otro y movidos por la curiosidad, antes que por la admiración o por el exhibicionismo. No los encuentro ahora por ninguna parte, y creo que es porque no caben en este tiempo.
La última moda es el polígrafo. Ni conversación ni entrevista: interrogatorio. Los límites se estrechan peligrosamente.
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