No me arregle la vida, por favor
La ventaja de ser viejo, como yo ya voy siendo, es que recuerdas el pasado y esto te permite, a veces, apreciar mejor los cambios. Digo esto porque me parece patente que ahora los gobiernos intervienen menos en el ámbito económico -tienen mucho menos margen, con eso de la globalización, la inmigración y las nuevas tecnologías-, pero lo hacen mucho más en aspectos que hasta ahora considerábamos que pertenecían a nuestra vida privada: la dieta, la vida sexual, la salud, la manera de comportarnos como padres, el consumo de alcohol, las actitudes hacia las minorías, el lenguaje...
"Pues tendríamos que darles las gracias", me sugiere un lector, "porque a menudo es difícil saber lo que nos conviene en cada caso". Démosles las gracias, si al lector le parece bien, pero recordemos los riesgos de esa, digamos, politización de la vida privada, que además suele ir acompañada de la despolitización de la vida pública, de modo que la política educativa, por ejemplo, acaba centrada en las hamburguesas, o en la necesidad de que un equipo de psicólogos se haga cargo de la salud mental de los niños cuando, por ejemplo, el autobús escolar sufre un accidente.
Los políticos creen que necesitamos la ayuda de profesionales para saber lo que está de acuerdo con nuestros intereses
Este cambio de enfoque implica acabar convirtiendo al ciudadano en un menor de edad, inmaduro, vulnerable y sin recursos. ¿Engordamos? El problema, según el político -que, como es lógico, está de acuerdo con el experto-, es que carecemos de los conocimientos y las capacidades necesarias para cocinar bien, o del equipo adecuado. Necesitamos, no ya información, sino ayuda. ¿Nuestros hijos tienen problemas en la escuela? Es que no sabemos educarlos: en el fondo, no somos más que adolescentes creciditos, que están jugando a ser padres. De nuevo, necesitamos ayuda.
Y ofreciéndonos esa ayuda continua, resulta muy difícil que maduremos como personas, porque nos quitan algo necesario para ese crecimiento, que es el juego de la libertad y la responsabilidad. La responsabilidad la asume el gestor, claro, que nos dirá cómo hemos de vivir. Durante décadas nos dieron medios económicos: subvenciones, desgravaciones fiscales, gratuidad... Ahora han descubierto que esto no basta: quieren mejorar nuestra salud física y mental, el "bienestar", que es la nueva panacea de las políticas públicas.
Y no se le ocurra protestar diciendo que usted ya sabe cómo cuidar su salud o educar a sus hijos. Nuestros políticos han llegado a la conclusión de que carecemos de la capacidad mínima necesaria para actuar como ciudadanos responsables sin la ayuda de profesionales que saben mejor que nosotros lo que está de acuerdo con nuestros intereses. Claro que, si esto es así, ¿dónde queda la democracia, esta capacidad de los ciudadanos de asumir como propios los problemas de la nación y hacerles frente con iniciativa y creatividad? Si no somos capaces de dejar de fumar o de hacer ejercicio regularmente, ¿quién podrá confiarnos el control de los asuntos de nuestro país? ¿No es lógico que los dejemos en manos de los políticos y expertos que, es verdad, también fuman y engordan, pero ellos sí saben cuál es el régimen de vida que nos conviene?
Siempre ha habido problemas: los niños siempre se han pegado en la escuela -yo también-, y esto formaba parte del aprendizaje de la vida y servía para hacernos fuertes y formar el carácter. Ahora ya no hay "problemas": todas las peleas infantiles son una prueba de un déficit psicológico o de un comportamiento desviado que hay que corregir, y hacerlo como dice el político, claro. Porque sólo los padres que tengan el "estilo de vida" adecuado serán capaces de "socializar" a sus hijos de acuerdo con las "mejores prácticas" propuestas por los expertos.
"Exageras, Antonio", me dice el lector. Un poco sí, pero poco. Las llamadas "políticas de conducta" y el "bienestar positivo" están ya ahí. En las ciencias sociales, las predicciones pueden ser tan seguras como en las ciencias físicas, pero son más difíciles de descubrir y tardan más tiempo en manifestarse. En todo caso, sus efectos nos golpean con no menor fuerza. No se atreven a decir a los ciudadanos qué deben creer, pero se sienten autorizados a darnos instrucciones sobre cómo debemos sentirnos y actuar. Y de este modo, nuestra vida privada adquiere una dimensión pública: alguien con autoridad nos tiene que decir qué debemos comer, cómo debemos educar a los hijos y qué debemos sentir. Poco liberal, ¿no?
Antonio Argandoña es profesor del IESE.
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