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Lo imposible es posible

En una pedanía costera del sur de España, que durante años ha resistido milagrosamente la presión urbanística que satura el litoral a su alrededor, me encuentro un edificio en construcción a pie de playa. Han tirado una vieja casa de pueblo y en su lugar se adivinan los primeros cimientos de un edificio de apartamentos. El solar está abanderado por una valla publicitaria que reproduce, con orgullo, el lema de la promotora inmobiliaria que pronto comercializará esos metros cuadrados con vistas al mar: "Lo imposible es posible".

En efecto, tal podría ser el lema, por extensión, de todo el sector constructor e inmobiliario en España: lo imposible es posible. Es el mejor resumen del actual momento económico y social, y de cómo los agentes del desastre urbanístico se sienten fuertes, sobrados, y presumen de ello. De una a otra punta del país encontramos abundantes pruebas de cómo, sin duda, han conseguido hacer posible lo imposible. ¿Que usted pensaba que ya no se permitían edificios a pie de playa? Pues parecía imposible, pero lo hemos hecho posible. ¿Alguien creía que en ese monte incendiado nunca surgiría una urbanización? Lo hicimos posible. ¿Campos de golf en regiones desertizadas? Posible. ¿Miles de pisos en un secarral entre autopistas, alejado de cualquier núcleo urbano? Ya lo ven, posible. ¿Localidades que quintuplican su población en unos pocos años? Perfectamente posible. ¿Que no íbamos a ser capaces de comprar a concejales de cualquier partido? Ahí los tienen, a pares. ¿Acaso pensaban que no podía subir más el precio del metro cuadrado construido? Ilusos. Grábense nuestro lema en sitio bien visible: lo imposible es posible.

Es así cómo, mediante esa recalificación de lo imposible, han acabado por urbanizar nuestros sueños, hasta convertirlos en pesadillas de ladrillo y climalit. Que el negocio inmobiliario busca acaparar el espacio de los sueños es algo que acumula evidencias. Los reclamos publicitarios de las nuevas promociones apelan una y otra vez a lo soñado. Unos pocos ejemplos sacados de un suplemento inmobiliario: "el piso de sus sueños"; "el lugar donde siempre soñó vivir"; "construimos casas, creamos sueños"; "habita tus sueños"; "creando hogares, cumpliendo sueños"; "ponemos techo a tus sueños"; "aquí comienzan sus sueños"; "viviendas tan grandes como los sueños"... Sin olvidar la insistencia en nombres comerciales edénicos para sus nuevas promociones (edificios y urbanizaciones rotulados como El Paraíso, El Vergel, Las Atalayas, Aguamarina, Los Jardines, El Valle, Balcones, Mirador...), así como nombres bucólicos (Eras, Sotos, Dehesas, Vega, Lares...) o botánicos (Pinares, Castaños, Álamos, Rosales, Adelfas...).

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Las nuevas viviendas, además, son siempre "exclusivas" y "únicas", en entornos "privilegiados", con calidades "de lujo", y adornadas con elementos tan imprescindibles para su habitabilidad como piscina, gimnasio, hidromasaje, pádel, domótica, spa... Nada de vulgares viviendas para vivir en ellas. Auténticos sueños hechos realidad, donde sólo cabe el placer.

Pero la marea de ladrillo no sólo ha anegado nuestros sueños. También ha recalificado y urbanizado nuestras conciencias, nuestros principios. Lo más llamativo, por escandaloso, son los casos de corrupción -los conocidos y los intuidos-, el enriquecimiento súbito de un puñado de especuladores, o el acaparamiento de fincas y pisos por los de siempre y por algunos advenedizos. Pero por debajo de esa gran corrupción se adivina una descomposición mucho más amplia, que nos convierte a todos, tarde o temprano, en pequeños especuladores.

La pregunta repetida suele ser: ¿cómo hemos aguantado hasta llegar aquí? ¿Cómo hemos consentido incrementos anuales del 15% o el 20% sin que se produzca un estallido social? Desde hace años asistimos al mensual aumento del precio de la vivienda, y lo hacemos expresando un escándalo que en ocasiones es poco más que una inercia y un disimulo. La famosa burbuja inmobiliaria ha acabado por crear una madeja de complicidades hipócritas de la que pocos quedan fuera, y en la que beneficiados y perjudicados se confunden y mezclan. Uno comenta con espanto los precios anunciados en el escaparate de una agencia, mientras mentalmente se dedica a calcular lo que se ha revalorizado su vivienda o la de su familia. Mientras nos grita su indignación, observamos cómo sus pupilas se asemejan al símbolo del dólar, a la manera de esos personajes avaros de los dibujos animados.

La hiperinflación del precio de la vivienda ha alimentado una avaricia ciudadana que tie-ne mucho también de pesadilla: la de quien, sentado en el salón de su casa, mira sus muros y los ve empapelados en billetes de cien euros, y echa una y otra vez la cuenta de la lechera, multiplicando el número de metros cuadrados que posee por el precio medio de mercado. Seguramente nunca la venderá (pues en tal caso tendría que comprar otra aún más cara), pero se siente virtualmente millonario y presume una y otra vez con esa fórmula que hemos oído tantas veces, que aparenta asombro, pero en realidad transparenta una codicia íntima: "lo compré hace diez años por siete millones, y hoy me lo valoran en cuarenta y cinco millones".

Por eso los deseos de que baje el precio de la vivienda no son compartidos por todos. Hay quien se ha enriquecido con la especulación, y también hay quien, aunque no haya vendido ni tenga intención de vender su piso, se siente tranquilo pensando en lo que puede valer. También está el que ha comprado recientemente una vivienda cuyo precio no tiene que ver con su valor, y por tanto no quiere ver depreciada su vivienda por una bajada de precios. Una doblez moral similar a la que sufre quien, tras comprar un apartamento en un pequeño pueblo de mar o en un espacio protegido, se apresura a firmar cuantos manifiestos exijan frenar nuevas construcciones en su entorno.

De esta manera se crea una novedosa división en el país, a la manera de una actualización inmobiliaria de las dos Españas enfrentadas: de un lado, los que no tienen vivienda propia y desean que bajen los precios para adquirir una; del otro, los que ya la tienen y especulan (real o simuladamente, comprando y vendiendo pisos o echando la citada cuenta de la lechera en la intimidad de su hogar), y por tanto no quieren que baje.

Ambos grupos son permeables e intercambiables (los del primer grupo, cuando al fin adquieren un piso pierden interés en que bajen los precios), y crean curiosas intersecciones: así, el joven con dificultades para acceder a una vivienda, y al que ayudan o avalan sus padres gracias a la revalorización del piso familiar.

No estoy diciendo que la responsabilidad del desastre actual haya que buscarla en estos pequeños propietarios, ni mucho menos. Antes bien, creo que estas actitudes, esta doblez, son efecto antes que causa de lo que viene sucediendo en el mercado de la vivienda. Las responsabilidades están, evidentemente, en aquellos que, a pequeña o gran escala, han convertido el derecho a la vivienda en un casino de grandes y rápidos beneficios.

El dinero busca siempre un sitio caliente y seguro donde acomodarse, y se me ocurren pocas formas de inversión que aseguren revalorizaciones anuales del capital invertido de entre un 15% y un 20%, como ha ocurrido en años anteriores. De hecho, la publicidad de muchas inmobiliarias habla ya, de forma transparente y desacomplejada, no de oportunidades para vivir, sino de oportunidades para invertir.

Tal desmesura, cuyos damnificados somos la gran mayoría, ha acabado por crear una nueva unidad de medida monetaria: el salario obrero. A la manera de lo que hacía Miguel Espinosa (cuya actual recuperación editorial no puede ser más oportuna) en La fea burguesía, calculando los precios de los artículos de lujo en salarios obreros, también hoy oímos, referido al monto de una hipoteca, eso de "hay que dedicar siete salarios anuales para pagarla", o "hay que dedicar el sueldo de doce años para comprar un piso".

La querencia informativa por encontrar referencias familiares para la mejor comprensión de un fenómeno (ya sea medir el alcance de un incendio en campos de fútbol antes que en hectáreas, o comparar el número de muertos por cualquier calamidad con el de habitantes de una ciudad conocida) ha conseguido, mediante la conversión de los precios de la vivienda en salarios equivalentes, situarnos mejor en la dimensión social del problema.

¿Cómo nos sentiríamos si esas inmobiliarias que apelan a nuestros sueños hechos realidad, o esos nuevos productos hipotecarios que encubren la usura con todo tipo de facilidades, empleasen en sus publicidades esta nueva unidad de medida? "La casa de sus sueños por sólo doscientos cincuenta sueldos". "Le ofrecemos una simpática hipoteca a cambio de su sueldo íntegro de los próximos quince años". No lo descarten. Lo imposible es posible.

Isaac Rosa es escritor. Su última novela es El vano ayer (Seix Barral).

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