Montilla y el mosaico catalán
Le votaría, más bien menos que más, sólo uno de cada seis ciudadanos censados, pero muchos de los que no lo hicimos nos alegramos de que don José Montilla, un andaluz pobre que llegó ya fraguado a Cataluña, procedente de un pueblo sepultado por las aguas, sea presidente de la Generalitat.
Estas cosas pasan en otros lugares -a don Eduardo Zaplana, que es de Cartagena, también le hicieron presidente los valencianos-, pero permiten exhibir por toda España el mosaico catalán: sus pedazos no encajan los unos con los otros; visto de cerca, no entiendes nada; más a poco que ganes distancia, aparece el mapa político de un pequeño país, cuyas gentes viven siempre en paz, fundamentalmente a su gusto y, por lo general, bien.
El señor Montilla agranda el mosaico con materiales que estaban ahí al lado, sin usar. El PSC, su partido, había estado dirigido desde su fundación por universitarios catalanes, baby-boomers de clase media que habían leído a Jaime Gil de Biedma -tío de doña Esperanza Aguirre-, pero a quienes el mundo de Estrella Morente, la música de "Estopa" o el cine de "Tapas" tendían a incomodar. Estaba compuesto por la vieja inmigración, gentes sencillas que votaban en las elecciones municipales y generales, pero que se abstenían en las autonómicas, llave de entrada a la Generalitat. Y en ésta, el catalán funcionaba un poco como en otros tiempos lo había hecho el latín, marcando el territorio propio de los bachilleres y universitarios frente a los demás. Ahora ya están dentro, y no porque se hayan arracimado ante los colegios electorales para votar al señor Montilla, sino porque Esquerra Republicana de Catalunya, un viejo partido nacionalista que ansía ser innovador, les ha vuelto a dar la llave de "La Casa Gran".
Pero ahora Montilla, Esquerra y su tercer socio de coalición habrán de ampliar el mosaico con los azulejos rotos de la nueva inmigración, bastante más difíciles de juntar que los de la vieja.
En España, las grandes inmigraciones interiores del siglo XX acabaron a principios de los años setenta -Montilla y su familia fueron de los últimos en llegar- y, durante los tiempos que siguieron, el catalanismo político encarnado por el presidente Pujol gestionó bien la primera desindustrialización, la transición hacia una economía de servicios, pero lo hizo dejando claro que la Generalitat era una Administración acotada para la gente del país: los demás podrían ir incorporándose a medida de que mostraran arraigo y amor a lo propio. El sistema funcionó con suavidad, pues los recién llegados mandaban a sus hijos a escuelas donde la enseñanza en catalán no era ningún trauma: español y catalán son lenguas románicas, casi intercambiables.
Pero la nueva inmigración -que todavía no está en el censo- es la pieza central de la política social del futuro. Un millón de nuevos inmigrantes procedentes de África, de Latinoamérica, de Europa Central y del Este. Están aquí para quedarse, como en el resto de España, y el mosaico catalán corre el riesgo de romperse si quienes juntamos sus piezas no lo hacemos con la certeza cabal de que las cosas nunca volverán a ser como antes. Montilla deberá afrontar el reto de que, dentro de 10 años, este país se parezca más a la Holanda de hoy que a la Cataluña de hace una década. Para esto se necesita mucha correa, pero el presidente, al fin y al cabo un político municipal y de aparato, es cuero viejo y buen gestor. Su experiencia ayudará a desactivar los focos de conflicto. A largo plazo, deberá multiplicar la calidad y oportunidades de educación y evaluar sin piedad sus resultados; deberá mejorar las infraestructuras y, si puede, habrá de hacer lo propio con la productividad.
La política social es el tema más querido por el nuevo presidente, pero también su mayor riesgo. Como acabo de decir, Montilla proviene del mundo municipal, una cultura de alquimistas legales en la cual basta cambiar un plano para convertir tierra en oro. Ahí, la tentación sería contemporizar con la arbitrariedad, el amiguismo y la corrupción. Pero si el presidente y su equipo la emprenden con claridad contra privilegios y abusos, la abstención disminuirá en las próximas elecciones. El ejemplo a seguir lo dio durante una generación Antoni Farrés, antiguo alcalde de Sabadell y el político más admirado de Cataluña.
El segundo envite para Montilla es la relación con Madrid y el resto de España. Ahí le podrían fallar sus socios de gobierno si, como ya ocurrió una vez, se desviven más por sucederle que por el país mismo. El mejor modo de desactivar discusiones sobre símbolos intangibles es, de nuevo, ganar transparencia y conseguir cosas tales como la publicación de las balanzas fiscales. Logrado esto, el diálogo es mucho más sencillo: vayamos a Madrid, como los senadores norteamericanos a Washington, para hablar de dinero. Pero si hemos de seguir sumidos en la oscuridad fiscal, dándonos los unos a los otros palos de ciego con los mástiles de nuestras banderas respectivas, iremos mal. Los símbolos se aman o se detestan -acaso se prohíben- pero no se discuten. Contar, en cambio, que no hay una autopista decente que una Madrid con Barcelona, que el aeropuerto del Prat es un desastre o que el AVE podría haber llegado a Barcelona hace 10 años permiten preguntar quién separa más a quién.
El tercer y último desafío es el cultural. Algunos prefieren la imagen del oasis catalán a la del mosaico, pero ni España es un desierto, ni la historia catalana un vergel: Cataluña está hecha con millones de pedazos de familias que llegaron de fuera y seguirá siendo un buen mosaico si sabemos velar por la cultura que hasta ahora ha taraceado sus piezas. El riesgo ahí sería deslizarse desde lo cultural hasta lo étnico, pero si el presidente Montilla y sus socios insisten en que la cultura catalana sirva como cemento y nunca como privilegio ni barrera de entrada, ganará apoyos. Somos muchos.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.
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