El Atlético y la 'ley de Murphy'
El cuadro rojiblanco, como predijo su técnico, no gana al colista y empata en los últimos minutos con la Real Sociedad
"Es un partido trampa", predijo Javier Aguirre, que es muy astuto. El entrenador del Atlético confesó, en vísperas del partido, que le parecía muy apropiado para la ocasión "el tópico". Un lugar común que profetiza que el último de la clasificación, el que aún no ha ganado un solo partido en el campeonato, puntúa en el lugar más insospechado. Tópico sobre mojado. Porque el otro proverbio universalmente aceptado en la cosa ésta del fútbol es que la célebre ley de Murphy y sus desgracias irremediables tiene una insistente predilección por el conjunto madrileño. Naturalmente, hay una tercera verdad: el club del Manzanares es muy, pero muy impredecible. Para todo. Sea bueno, malo o regular. Fue perdiendo hasta poco más de diez minutos del final. Pudo ganar. Pudo perder. Empató.
A Miguel Ángel Lotina, entrenador de la Real, le preocupa la falta de fútbol de su equipo. Tiene motivos. Aguirre, el del Atlético, también. La Real Sociedad, que tiene algunos futbolistas de nivel más que digno, toca la pelota con corrección. No da pena. No resulta mucho peor que los demás. Pero no tiene profundidad. El gol de Uranga, un delantero habilidoso con una enorme dificultad para convertir en algo peligroso sus maniobras en el césped, fue producto de un error defensivo en cadena del Atlético. También del intermitente talento del sevillano Jesuli, refuerzo invernal, que dislocó a Antonio López y le puso la pelota en la frente a Uranga en la dirección correcta. Al margen de eso, el equipo donostiarra hizo muy poco más. Ni antes ni después de adelantarse en el marcador. Algún intento de Aranburu. Y ya. El resto, un inocuo baile de la pelota en zona de nadie. Un aguardar sin más al pitido final.
El Atlético sabe tres o cuatro palabras y con ellas intenta elaborar todo su discurso. A veces, bien combinadas, funcionan en el juego, muy pocas. Otras, en el marcador, alguna más. En ocasiones, ni en una cosa ni en otra. Las cuatro claves del equipo madrileño tienen que ver: con la banda derecha, Galletti; con el balón parado, Antonio López y Pernía; con el barullo, Maniche; y con la clase, Torres, Jurado y Agüero.
Galletti, el extremo argentino, sustituto del nunca suficientemente añorado Maxi, tiene una constante participación. ¿Crea peligro? A veces sí, como en el pase del absurdo gol del empate rojiblanco, pero descose a su propio equipo con su individualismo y favorece al rival, que se tiene que concentrar en una sola vía de agua.
En cuanto a las faltas, las dos lanzadas por Antonio López -al final del primer tiempo- y Pernía -al comienzo del segundo- fueron a la escuadra. Las dos las sacó el novedoso portero de la Real, Bravo, con mucho mérito. Fueron las dos mejores oportunidades del Atlético.
Sobre el barullo, poco hay que decir, excepto que se trasladó al centro del campo y eso siempre es muy mal asunto. También que Maniche, el rey del lío, se enfadó mucho cuando le sustituyeron por Jurado. Luccin completó uno de sus partidos más discretos. Tanto, que ofensivamente cabe preguntarse si estaba en la alineación o no.
Sobre el talento, dio muy poco que hablar ayer. De Agüero no hubo noticias, aunque estaba cerca cuando Ansotegi se marcó él solo el empate. Y de Torres, pocas y más bien malas.
El delantero madrileño, que hizo un par de jugadas de mérito, empieza a tener un profundo síndrome de Raúl. Un mal que consiste en asumir la irrelevancia en el área rival y querer compensarlo en cualquier otra zona del campo. En definitiva, en correr mucho y sin demasiado sentido por cualquier zona del campo menos la apropiada. El entorno del jugador dice que no es cosa del técnico. De hecho, dice que eso no es verdad, que es una ilusión óptica, salvo en algún momento muy concreto. Pero la impresión que dan las alocadas carreras, cada vez con menos sentido, del delantero no es ese. Jurado aportó alguna buena vía de pase y Mista su pequeño motor, sin grandes virtudes técnicas, pero siempre con algún recurso y, sobre todo, revolucionado.
En la grada, mientras tanto, los aficionados fanáticos, algunos de los más fanáticos del país, hacían el fanático. Algunos niños se entretenían hurgándose la nariz en busca de mocos y los papás y las mamás se preguntaban el por qué de la peculiar relación de la pelota y, de paso, de la ley de Murphy, con su equipo. Nadie se movió, excepto los ultras, que estaban a otros asuntos y provocaron varias cargas policiales. Nadie daba nada por seguro. Esto es el Atlético. Aguirre, que avisó, ya lo sabe.
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