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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Al servicio de los nuevos parias

Si algo me impresiona desde hace tiempo es la seguridad con que una generación de autores estadounidenses -los nacidos en la tercera y cuarta décadas del siglo XX- encara la validez, aun la voluntad de poder, de su propia narrativa. Como justificación a este hecho, se pueden argumentar pretextos de carácter sociológico: ventas, fama, necesidad de pagar divorcios, lo que se nos quiera ocurrir; pero, sobre ello, levita una sostenida fascinación por el gran asunto, "ser norteamericanos", y la conciencia del privilegio que conlleva presentar testimonio de la creación y alteración de un imperio, atónitos centinelas de un tiempo único. La labor de ese grupo -cito a alguno de los vivos: Pynchon, Mailer, Roth, Doctorow, McCarthy, DeLillo, Vidal...

LOS ÚLTIMOS TESTIGOS

Cynthia Ozick

Traducción de Isabel Núñez

Lumen. Barcelona, 2006

457 páginas. 20,42 euros

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Entre campos magnéticos

- es mostrar el negativo, el lado oscuro, del núcleo, de los fundamentos o de los arrabales de ese colosal brote de la Historia, sin dejar de equipararse, de lanzar un desafío, al titánico mito que interpretan. Eso les diferencia del resto de novelistas del mundo: jamás desfallecen, intentan el más difícil, el más largo, el más hondo, todavía y, a menudo, se vuelcan en un libro cuando rondan los setenta años, o los sobrepasan ampliamente, con una fe en el oficio que quizá pase por la ingenuidad, o la codicia infantil, que solíamos atribuir al estadounidense medio cuando le envidiábamos más. ¿Dónde queda entonces lo sociológico, dónde el ansia de fama, dónde los divorcios y el aparentar? No existe en estos autores el desapego por la forma narrativa, el cansancio, el fraude que, a veces, se da en novelistas próximos, o en las más recientes generaciones de la misma literatura estadounidense; tampoco la impostura del "ya fui grande: no me importa dejar de serlo" de ciertos personajes de éxito cuando se enmascaran de una humildad que siempre les ha sido ajena. Falta coraje, desde luego, y quizá la lejanía del lugar donde suceden -o sucedieron- verdaderas tormentas del espíritu. Todo eso queda explicado para anunciar que Cynthia Ozick (Nueva York, 1928) publica a una edad -seamos caballeros- venerable una novela sólida, diáfana por fuera, trémula y compleja por dentro; una novela en la que Ozick cree tanto como descree del mundo y de la que transmite al lector su necesidad. Una muy buena novela.

A pesar de las resonancias evi

dentes, Los últimos testigos (Heir to the Glimmering World) posee un desarrollo de alta comedia; en ciertos aspectos, parece una versión de la película de Gregory LaCava Al servicio de las damas, la cual sucede, por cierto, en los mismos años que la historia que aquí se nos relata. La muy particular variante de Ozick sería Al servicio de los nuevos parias; así, tal como los nuevos ricos ignoran cómo transformar la riqueza en distinción, los nuevos parias no saben cómo hacer digna su desesperanza. La autora nos desvela el tópico, el melodrama, con que se suelen envolver ciertas desgracias. Una humanidad destruida se comporta según dicta el despojo de su antigua naturaleza; el que ha sido herido, si puede, hiere. Aunque la contemos con piedad, una tragedia no deja de ser una tragedia.

Estamos en 1935. Debido a una serie de azares entre siniestros y muy siniestros, la narradora, Rose Meadows, trabaja como chica para todo en el hogar, llamémosle así, de una familia de judíos alemanes refugiados, los Mitwisser. El marido es un erudito cobijado en su propia erudición, los rastros de una antigua secta hebrea, los caraítas, que en ese tiempo convulso sólo mantiene el interés de un individuo, el propio señor Mitwisser. La esposa era una distinguida física en el Instituto Kaiser Guillermo, colaboradora en varios aspectos del premio Nobel Erwin Schrödinger, y ahora está loca. Los hijos pequeños se hallan confundidos del todo por la nueva situación, y la hermana mayor, Annalise, recién salida de la pubertad, se conduce, y de modo bien patético, según la idea que intuye de una recta matrona germana. La familia es todo orgullo y también todo rencor por una situación que les ha llevado a vivir en un descampado del Bronx, y subsiste, o se ha dejado subsistir, gracias al maquiavelismo de James A' Bair, quien debe su ocio completo y su inmensa fortuna a un personaje infantil, dibujado por su padre, al cual servía de modelo. James A' Bair, o Bear Boy, parece un niño prodigio del moderno mundo del espectáculo, el mismo que percibe demasiado pronto cómo ha dejado una falsa huella en el mundo y eso ha mutilado su alma. Este personaje desnortado será el catalizador de los vaivenes de la familia Mitwisser, el corruptor de sus vagas ilusiones y el espejo de su más cruda y vehemente desesperación. Para la generación adulta de los Mittwisser, James es Estados Unidos, por un lado, y por otro, la evidencia que, por mares que crucen, la fatalidad y el oprobio se irán reencarnando en diversos personajes. No hay consuelo, no hay justicia histórica. Una generación debe sucumbir y la siguiente olvidar. En su final, la alta comedia, que aquí es tragedia radical, se convierte en gran tragicomedia, y la narradora sale de aquella jungla de mentiras, la historia de la humanidad que representan los Mittwisser y Bear Boy.

Hasta aquí la narración. Vamos a su armadura. Sin duda, es más fácil definir lo bueno de esta novela por lo que no es. Ya hemos dicho que de ningún modo es el tópico almíbar sobre los refugiados; su excelencia no reside tampoco en la creación de personajes gloriosamente excéntricos y sucesivas situaciones de doble filo, que los hay; ni en la fuerza de su prosa, que la tiene; ni en el vigor creativo de una imaginación exuberante y crítica a un tiempo, que le sobra. Se podría hablar de una majestuosa astucia narrativa que, en lugar de ganarnos a golpes de efecto, nos introduce sinuosamente en el mismo centro del relato. ¿Tiene errores? Sí. La acción presenta un año de desfase con los sucesos europeos, algo que bien pudiera haber corregido alguien en alguna parte, avanzando las fechas de 1935 a 1936. ¿Importa? Les diré algo: maniático como soy con esas cosas, pienso leer de nuevo Los últimos testigos. Ahora mismo.

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