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Columna
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La guerra como un juego

Alemania, años diez y veinte del siglo pasado. Sebastian Haffner, periodista y escritor, un chaval en aquel tiempo, lo cuenta con claridad: aquél fue el nicho en el que anidó el huevo del nazismo. "Durante los días siguientes [al inicio de la guerra en 1914] aprendí muchísimo en poquísimo tiempo", nos dice Haffner con lúcida mordacidad. "Un niño de siete años como yo, que hasta hacía poco apenas sabía lo que era una guerra, ni mucho menos un 'ultimátum', una 'movilización' ni una 'reserva de Caballería', supo enseguida no sólo el qué, cómo y dónde de la guerra, sino incluso el por qué: supe que la culpa la tenían el ansia revanchista de Francia, el afán de protagonismo de Inglaterra y la brutalidad de Rusia... Un día simplemente empecé a leer el periódico y me maravilló la increíble facilidad con la que se podía entender".

Haffner no es la única persona que en su niñez sintió fascinación por la guerra, pero en su Historia de un alemán. Memorias 1914-1933 bucea con singular hondura en la distorsionada percepción que una mente infantil tiene del real significado de un episodio bélico. "El caso es que, por aquel entonces, para un niño que viviese en Berlín una guerra era, evidentemente, en extremo irreal: tan irreal como un juego", sigue contando. "No había ataques aéreos ni bombas. Había heridos, pero sólo a distancia, con vendajes pintorescos (...). De niño fui de hecho un entusiasta de la guerra, del mismo modo que es posible ser un entusiasta del fútbol (...). Yo no odiaba a los franceses, ingleses ni rusos (...) que ejercían el juego de la guerra (...). La guerra como un gran juego entre naciones, excitante y entusiasta, que depara mayor diversión y emociones más intensas que todo lo que pueda ofrecer un periodo de paz: ésa fue la experiencia diaria de diez generaciones de niños alemanes entre 1914 y 1918, y se convirtió en la postura fundamental y positiva del nazismo".

La conclusión que saca Haffner de su vivencia infantil es que "la auténtica generación del nazismo son los nacidos en la década que va de 1900 a 1910, quienes, totalmente al margen de la realidad del acontecimiento, vivieron la guerra como un gran juego". (Las cursivas son mías).

Con siete años, el chaval que fue ya supo "el por qué" de las cosas. Le "maravilló la increíble facilidad con la que se podía entender" todo aquello. Lo importante, en su caso, era la "fascinación que la situación le producía". Para un niño que viviese en Berlín en aquella época, recalca en sus memorias, una guerra era, evidentemente, en extremo irreal, tan irreal como un juego, "una diversión y emociones". Aquella generación, unos chavales, vivió aquella guerra que se desarrollaba en los lejanas trincheras "como un gran juego". Todo era como un evidente y fácil juego.

Las lúcidas reflexiones autobiográficas de Haffner pueden ayudarnos a comprender e interpretar lo que nos ocurre aquí y ahora. Lo que ha sucedido en el pasado y extiende sus efectos sobre el presente. Un arbusto no es un árbol. Es claro. Pero ambos son vegetales de soporte leñoso. Los alemanes de los años veinte apenas si tienen que ver con nosotros, los vascos de hoy..., salvo que, en algún sentido, unos y otros somos vegetales con soporte leñoso. Lo digo porque se nos han asimilado, con frivolidad, con Irlanda y el Ulster, que son más bien dragos milenarios.

Todo empezó con el grito que el amigo Mario Onaindia ("Gora Euskadi Askatuta") lanzó ante un tribunal militar en Burgos, ante el que se pedían penas de muerte y que esgrimió sables ante semejante amenaza. Entonces sufría Bilbao, y el País Vasco. Qué lejos aquel grito y aquel gesto de los faltones insultos del etarra Txapote al presidente del tribunal que le juzgó meses atrás. Pero esos y otros disparates siguen ese rastro de lo sublime (excelso en su belleza y en el sacrificio) que define Haffner. Es lo que arrastra a una parte de la juventud vasca. Ese elemento sublime que no se ajusta a ningún tipo de democracia.

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