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Reportaje:Fútbol | Novena jornada de Liga

El último libre

Sergi López fue considerado en su día el mejor de la cantera del Barça

Ramon Besa

De regreso a casa, una vez que ya había dado la vuelta al mundo, que en su caso consistió sobre todo en cantar un gol con la barra de River y tifar con la hinchada del Roma en el Olímpico, Sergi López murió el sábado a los 39 años cerca de la estación de Granollers (Barcelona), arrollado por un tren, vencido por una fatalidad a la que había burlado reiteradamente con un porte de dandy que le daba un aire de inmortalidad. A Sergi le encantaba plantarse entre las vías cada vez que acababa una aventura para soñar con una nueva. No habrá otra porque quizá ya no le apetecía volver a montarse en un vagón. Al fin y al cabo, Sergi siempre hizo lo que le vino en gana, como si le llevara al pairo cuanto decían los demás, ya fuera bueno o malo.

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Todavía hoy se recuerdan sus solemnes actuaciones en el Miniestadi, donde en el palco era conocido como la Montserrat Caballé, y su determinación en la final de Copa juvenil que el Barça ganó al Madrid en Logroño por 6-3. Nunca reparó en nada que no fuera la vida de un futbolista con trato de fenómeno desde que marcó 37 de los 107 goles del equipo que entrenaba Carles Rexach, un técnico visionario en el fútbol base, fiel discípulo de la piedra filosofal, Oriol Tort. Charly le retrasó de la medular a la defensa y Sergi se convirtió en el origen y el final del fútbol.

Tal era su jerarquía, clase y autoridad que se le eximía incluso de ciertos entrenamientos; se hacía la vista gorda cuando se escapaba al Palau para aplaudir a Epi, Solozábal, Norris, Sibilio y De la Cruz; se ignoraban sus desayunos en la facultad de farmacia con las estudiantes más guapas; y los periodistas le servían de coartada en las cacerías de jabalíes con los veteranos del plantel. Cuando llegaba el partido, Sergi jugaba con la cabeza de Beckenbauer y las piernas de Luiz Pereira. La misma libertad que reclamaba en la calle la tenía en el campo porque en los ochenta todavía se jugaba con líbero y no con dos centrales que mezclaran bien incluso con el pivote.

Jugador de físico exuberante (1,80 metros y 70 kilos) y talento exquisto, Sergi fue tan libre como excesivo en todo, dentro y fuera de la cancha, siempre confiado en su pausada marcha, su seguridad e inocencia. Hasta que en un día de lluvia, justamente en la cancha de baloncesto a la que acudieron los futbolistas para resguardarse del agua, cedió una de sus rodillas después de un lanzamiento a canasta. Aunque alcanzó con el tiempo la élite del fútbol y se alineó en el Barça a los 20 años, el Mallorca y el Zaragoza, aquella caída de febrero de 1987 en el Palau marcó su carrera porque desde entonces sus piernas, sin meniscos, ya no siguieron la velocidad de su cabeza.

Las lesiones partieron la carrera de Sergi, como en su día pudieron también con la del padre, Julián -jugador del Condal y sustituto un par de veces de Kubala-, y condicionaron las de sus dos hermanos, Juli y Gerard, futbolista hoy del Mónaco, después de triunfar en el Valencia y pasar por el Barça, en una cita crucial. A la que Gerard regresó al Barcelona, Sergi se sintió liberado porque siempre le señaló como "el bueno" de la familia.

Extravertido, se fue desmarcando del fútbol sin extraviarse por más que costara ubicarle. Hace poco había regresado a Granollers, donde murió el mismo día en que enterraban al padre de Puyol en La Pobla. Una jornada dramática para el barcelonismo, abatido por la muerte inesperada de Josep, representante de la cultura del esfuerzo, del amor a la tierra y del escepticismo rural, y por el último viaje de Sergi, cansado de ver mundo.

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Sobre la firma

Ramon Besa
Redactor jefe de deportes en Barcelona. Licenciado en periodismo, doctor honoris causa por la Universitat de Vic y profesor de Blanquerna. Colaborador de la Cadena Ser y de Catalunya Ràdio. Anteriormente trabajó en El 9 Nou y el diari Avui. Medalla de bronce al mérito deportivo junto con José Sámano en 2013. Premio Vázquez Montalbán.

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