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Columna
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Mal de piedra

Se nota la proximidad de las próximas consultas electorales por el aumento de la temperatura en las inauguraciones. Antiguamente las cosas eran más fáciles para los políticos en período de consultas. Se informaban de lo que aquella ciudad o pueblo necesitaba y comparecían ante el público para anunciar, con el mayor aplomo, que aquello era cosa hecha y que él y su partido alzarían, con sus propias manos si preciso fuera, el puente sobre el río, aunque no hubiera río; la estación de ferrocarril, siendo secundario de que las vías atravesaran la vecindad, la nueva escuela y una sustanciosa subvención para las fiestas de la patrona. La revancha popular era levantar, por supuesta suscripción, un monumento a los llamados prohombres, costumbre que se ha perdido y ya no veremos más beneméritos ciudadanos pasmados en piedra o en bronce. Tuve en tiempos la teoría de que a los ciudadanos le saldría más barato encargar la estatua del prócer, a pie o a la jineta, con cabeza atornillable, de forma que, caído en desgracia, pudiera conservarse el 80% de la integridad artística. Una previsión simplemente económica que, en el caso de las figuras ecuestres, solo había que mudar la testa del general, conservando la del caballo.

En edades oscuras atribuían a los sátrapas el deseo incontenible de perpetuarse a base de dejar enormes construcciones

Hoy lo tienen más crudo, enfrentados a un gentío cada vez más desdeñoso, que no pide sino exige el puente, el ferrocarril, la autovía y el estadio olímpico, desde el poderoso altavoz de los impuestos que salen de su bolsillo. Por una inercia, que tiene las fechas contadas, se lleva a cabo la ceremonia, bastante ridícula, de la "pegada de carteles", que no es, en manera alguna, acto sencillo. Prueben, en las paredes de sus casas a mantener tersa una superficie de papel grueso, de 2 por 1 metros, sin que se arrugue por el centro y se doblen las esquinas. Pues allá van los futuros padres de la patria, a hacer el indio ante las cámaras fotográficas, con unos rollos bajo el brazo, la brocha en ristre, el cubo del engrudo en la otra mano y la escalera al hombro. Supongo que, simplemente, un buen día se pondrán de acuerdo dar fin a la patochada y se acabará la tradición, como se terminaron los mítines en las plazas de toros o en el cine del pueblo que tenía cine.

Ante la inminencia de los comicios sube la fiebre de la piedra, con especial virulencia en la Comunidad de Madrid, que solo recuperará cierto aire tranquilo y transitable cuando los mandatos sean de ocho o diez años, porque en cuatro hay que poner patas arriba a la ciudad para modificarla y dotarla de lo que quizás necesita, a costa del confort y la tranquilidad de los munícipes. Hospitales, rondas, circuitos, túneles, escuelas, polideportivos, museos, residencias de la tercera edad, aparcamientos infantiles y de automóviles, estadios, innúmeras necesidades que crecen sin cesar y no se pueden hacer al estilo de Chesterfield, echando un paño negro sobre una ciudad a oscuras y levantándolo al amanecer: ¡Hop, voilá! Hay que talar árboles centenarios y trasplantar los que se puedan, aunque siempre repetiré que Madrid es una afortunada ciudad que tiene más vegetación urbana que ninguna otra en Europa. Un permanente y angustioso maquillaje que peatones y automovilistas soportan con mal talante, sin pensar que sus nietos quizás vivan en una ciudad maravillosa.

Menos mal que, dentro de los caóticos resultados, no se acometen en la capital obras gigantescas de geniales arquitectos. Al menos, por ahora, estamos libres de los Guggenheim y los Niemeyer. En edades oscuras atribuían a los sátrapas y a los emperadores el mal de piedra, el deseo incontenible de perpetuarse a base de dejar enormes construcciones que desafiaran los siglos. Aparte del carácter dudosamente utilitario de las pirámides como tumbas de los faraones y sus funcionarios, nuestro mundo está tachonado de maravillas irrepetibles, que fueron ideadas y construidas cuando la mano de obra estaba tirada y el espacio urbano se ofrecía tentador: eran las iglesias, las catedrales, enormes espacios donde el pueblo, posiblemente hambriento, consolaba su inopia entre aquellas penumbras imponentes.

No se ignora que los modelos variaban apenas esencialmente y que los planos se copiaban con descaro, porque la distancia de unos lugares a otros y lo poco que se viajaba entonces, disimulaba los plagios. No sé si fue mi infortunado amigo, Santiago Amón -o quizás el sabio y erudito arquitecto Peridis- quien comentaba que una catedral, por el reino de León o Castilla la Vieja, no rocemos susceptibilidades, estaba mal colocada, es decir, no se había tenido en cuenta de dónde venía la luz que iluminara los vitrales la mayor parte del año. Como no era cuestión echarla abajo, ni se podía alterar el curso del sol, así ha quedado. Aquello no fue nunca grave, al revés. Lo es el mal del ladrillo, del que hartamente estamos servidos.

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