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Columna
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El futuro

Tal como van los asuntos del mundo, en donde cada continente tiene su afán; la cuestión inmobiliaria española, que ya ha puesto los pelos de punta a los británicos con casa en nuestros litorales, del miedo a que les barran la urbanización; y la campaña electoral autonómica catalana, cuyo resultado hoy parece tan incierto, he tomado una importante decisión que implica la adopción por mi parte de una actitud rotunda, aunque diferente, ante cada uno de los temas. Voy a alquilar un piso en Beirut.

Lo cual supone:

Primero, un acto de fe en la mejora del mundo. Me sumo a los que pedalean la bicicleta en esta improbable ciudad que, increíblemente, sigue estando ahí fuera cuando abro el balcón cada mañana. Si esto funciona, puede que todo pueda funcionar. Hasta los contenidos de los continentes.

Segundo, una renuncia. Renuncio desde ahora y para siempre -no más hipotecas: venceremos- a la segunda vivienda con piscina inteligente, pista de golf golfa, plaza de toros para helicóptero y miniselva con elefantes que puedan haber construido para mí los reyes del sablazo, la recalificación, la propina, la comisión, el capitalazo y la gorra. Mi segunda vivienda constará de dos habitaciones y estará al otro lado del Mediterráneo, donde la especulación es también brutal, pero no es mía, y hay más cosas que hacer en la vida.

Tercero, una prudente inversión en el sector Noves Professions Nacionalistes, según vayan los resultados del día 1-11. Porque según quién gane bien puedo convertir dicho pisito en una especie de delegación (¿quizá una embajada independiente?) en Beirut para formar a los jóvenes titulados que, en manada, desean abandonar el Líbano y emplearse en el extranjero. Ya me veo vestidita de pubilla repartiendo peladillas de Arenys entre el alumnado, organizando tropezones de castellers y enseñándoles a pronunciar en catalán lo de los dieciséis jueces de un juzgado que se comen el hígado de un colgado (más que una frase de instrucción gramatical parece un autorretrato panorámico electoral). Legiones de geólogos, médicos y hasta arquitectos lo dejarían todo por empujar a nuestras catalanas ancianas en su silla de ruedas camino de la placita, tarareando una sardana o dos.

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