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Olvidemos lo accesorio

Los últimos meses se han generado discusiones interminables que no conducen a la clarificación de conceptos respecto de las infraestructuras, tal es la multiplicidad de posiciones y de confusión respecto de lo que es fundamental y secundario. Estas discusiones están centradas en tres áreas: cómo se computan las inversiones, cómo se planifican y se ejecutan las obras y, finalmente, cómo se gestionan las infraestructuras construidas. Intentemos aportar algo de luz sobre lo qué es sustancial en las tres áreas.

Las inversiones incluyen fundamentalmente ferrocarril, carreteras, puertos y aeropuertos. Los puertos y aeropuertos, aquéllos los principales y éstos todos, se autofinancian a través de las tasas que pagan usuarios y operadores. Cada pasajero, cada avión que aterriza, cada barco que amarra, cada tonelada de mercancía, cada espacio concesionado a un operador privado abona una tasa, que cobra por uso o cesión el puerto o el aeropuerto y en función de estas tasas se financian sus infraestructuras. Por tanto, si se quieren computar las inversiones en infraestructuras en una determinada comunidad autónoma, habría que detraer las inversiones en puertos y aeropuertos, porque éstas son pagadas directamente por sus utilizadores, en gran manera los ciudadanos y las empresas de esa comunidad autónoma. La única inversión infraestructural directa del Estado es básicamente la realizada en ferrocarril y carretera y, por tanto, si el Estatuto de Cataluña establece que durante siete años la proporción de la inversión infraestructural del Estado en la comunidad respecto del total debe ser igual a la proporción del PIB catalán respecto del español, no habría que computar la inversión en puertos y aeropuertos si no queremos hacernos trampas y computar como inversión del Estado lo que es esfuerzo fiscal propio. Esto supondrá en concreto para Cataluña el 25% de la inversión total del Estado, es decir, entre 2.000 y 2.500 millones de euros en los siete años de compromiso, que se recibirán o no dependiendo de cómo sea computada la inversión.

Lo fundamental es que las infraestructuras puedan ser gestionadas según sus ingresos

La secuencia de una obra pública pasa por la planificación, proyecto básico, información pública, declaración de impacto ambiental, proyecto ejecutivo, licitación de obra y ejecución. El proceso administrativo, obligatorio por ley, es de tal complejidad que los papeles, duran el doble que la obra. El Ministerio de Fomento, que es el que ejecuta el proyecto, está en general sometido a presiones presupuestarias y, cumpliendo la letra de la legislación, puede fácilmente retrasar la obra, reduciendo así su inversión si sufre -es en general el caso- restricciones presupuestarias o necesita reducir su déficit.

Es decir, si se quiere que la obra avance con rapidez, que se atienda al cumplimiento de los plazos, sería útil transferir la responsabilidad de la ejecución de la misma en algunos proyectos, no necesariamente en todos, a la Administración que sufre la carencia y que está cerca de las entidades y grupos sociales sobre los que debe actuar para evitar los retrasos.

Una vez redactado el proyecto básico, debería ser la comunidad autónoma la que gestionara las fases de la obra para mejorar su agilidad, evitando que la ejecución anual de obra del Estado sea menor que la presupuestada y aprobada. Esta gestión debería ser integral; es decir, incluir el presupuesto -que transferiría el Gobierno central a la comunidad-, el plazo, la calidad y el control de contratistas.

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Sería pues posible que la Generalitat fuera responsable de ejecutar determinadas obras del Estado, una vez definido su proyecto. ¿Qué impedía que hubiera sido la Generalitat la que hubiera ejecutado en nombre del Gobierno central la obra del AVE en Cataluña? Es muy probable que el retraso de esta infraestructura hubiera sido inferior. Se ha hecho así en determinados casos: "Y" ferroviaria vasca en Guipúzcoa, relleno del Llobregat desviado, y no hay un ejemplo en que el resultado no haya desembocado en una reducción del plazo y, en muchos casos, del coste.

Se discute ahora, como ejemplo de gestión de infraestructuras, si la gestión del aeropuerto de Barcelona debe corresponder al Gobierno central o a la comunidad autónoma o si, siendo compartida, quién debe tener la mayoría decisoria. Éste no es el principal problema, pero sí lo es que el aeropuerto se gestione por un consejo de administración al que rinden cuentas los ejecutivos de la empresa o consorcio, que aprueba o rechaza el presupuesto, las inversiones y el endeudamiento, y tutela la gestión nombrando o cesando a sus ejecutivos en función de la eficacia de su gestión, como ocurre en cualquier empresa pública o privada. Sería pues este consejo de administración la autoridad máxima para la gestión de la infraestructura, permitiendo -ésa es la clave- que el aeropuerto de Barcelona compita con los de Madrid, Milán, París y Roma. Lo fundamental es que las infraestructuras puedan ser gestionadas autónomamente según sus ingresos, administrando sus gastos y sus inversiones, y puedan por tanto competir entre sí. Lo que hará que el aeropuerto de Barcelona sea mejor, más eficiente y dé mejor servicio, como parcialmente ocurre ya en el puerto, es que pueda definir su política comercial, luchar por sus slots, elegir sus tráficos y operadores, definir su política comercial y sus tasas de utilización, es decir competir, y para ello, que se gestione con criterios y marcos regulatorios empresariales, no ciertamente que sea gestionado por una u otra Administración. Este principio de autonomía de gestión debería extenderse a los aeropuertos de Reus y Girona. No podemos, por simple coherencia, criticar AENA y crear después un "AENA" catalán que gestione de modo conjunto todos los aeropuertos de Cataluña.

Si se acepta este principio -que la praxis demuestra correcto- que el número de consejeros nombrados por una u otra Administración sea mayor o menor es importante, pero secundario. Si este modelo se pone en marcha, sus ventajas serán tan evidentes que nadie pondrá en duda su eficacia. Desde luego, este modelo permite también la participación de la empresa privada y de la sociedad civil.

Éstas son ideas sobre cómo contabilizar las inversiones en infraestructuras, cómo se podrían ejecutar y cómo se podrían gestionar. Ideas que deberían preceder a cualquier otra discusión que se puede convertir en muchos casos en estéril. Centrémonos en lo fundamental y abandonemos lo accesorio, en beneficio de aquellos que no aceptan, por razones corporativas o de simple retención del poder, la descentralización administrativa y la autonomía de gestión. Probablemente nos sobran ideas sobre los detalles y andamos escasos de planteamientos estratégicos que, eso sí, deben ser pocos y claros.

Joaquim Coello i Brufau es presidente del Puerto de Barcelona y miembro de la Real Academia de Ingeniería.

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