Vete al infierno
A DÍA DE HOY hay censados en el infierno 1.866.000 nativos del Estado de Alabama. ¿Que cómo se hace ese censo? Lo desconozco. ¿Que cuánto supone comparativamente esa cantidad de pecadores con los que se hayan censado en otros Estados de este gran país? Lo ignoro. ¿Que si son más los de Alabama que están en el cielo que los que están en el infierno? Inútil seguir preguntando. Sólo sé que la estadística fue realizada por una secta baptista de ese Estado del sur. No sé tampoco cuándo se hizo, así que es probable que ahora haya muchos más pecadores alabamienses. El dato del censo de los condenados de Alabama lo pillé hojeando un libro, The God Delusion. Quienes lo han leído aseguran que hará época, y que si tras su lectura el lector no se convierte de inmediato al ateísmo es que el lector está loco, porque el profesor Dawkins, el autor, es tan arrebatadoramente apasionado a la hora de escribir sobre la improbabilidad de la existencia de un ser superior y sobre cómo la religión da alas al fanatismo, provoca guerras e intoxica la vida de la gente, que se le quitan a uno las ganas de respetar las creencias ajenas. Me temo que el libro, como suele ocurrir, sólo convencerá a los convencidos, y que el profesor Dawkins se les representará a los creyentes como la encarnación de Satán en la Tierra. Meditando sobre estos asuntos he llegado a la conclusión de que yo pasé una década en el limbo, la década que fue desde 1991 hasta 2001 y su 11 de septiembre. Era ese limbo al que antes iban los niños que morían sin ser bautizados y que uno imaginaba como un lugar muy triste de bebés flotantes y solitarios, pero también el limbo era el lugar donde uno se sentía cuando se fumaba un porro y también el limbo era ese estado mental en el que uno se encontraba cuando no se enteraba de la misa la media; o sea, el limbo era la patria de los despistados, los desubicados, los inocentes. En ese limbo debía de vivir yo en aquella década porque les juro que creía, de corazón, que la religión era algo completamente anacrónico, pasado de moda. La religión era sólo una cosa de abuelas, de tías y de señores con loden. La religión, según los socialistas de la primera hornada, había que tomarla como una manifestación cultural, y así parecía cuando los políticos democráticos avanzaban en la primera fila de las procesiones. También en esa década creí que la libertad de expresión había llegado para siempre, creí en la libertad de burla y chanza; creí también, por ejemplo, que los españoles podíamos hablar de la guerra sin tener que perder las amistades, o de política; creí que un individuo progresista era alguien que a ratos defendía al Gobierno y a ratos lo criticaba abiertamente y no era arrinconado en la esquina de los pecadores; creí que la derecha se había librado del yugo eclesiástico; creí que la izquierda se había librado de sus prejuicios culturales; creí, creí. Pues nada. Todo se derrumbó, como se derrumbaron las Torres. Eso del eje del mal, que sonaba a discurso de mala película americana, era la expresión certera de lo que mucha gente creía y cree de verdad. Bush no hizo una metáfora, era literal. Y hubo que salir del limbo para ver que los que han ganado la batalla eran todos los que pedían respeto. Respeto y reverencia a todas las religiones. Y Dios ha vuelto a mandar en todos los sentidos, disfrazado según toca. En vísperas de Halloween, la ciudad de Nueva York se ha llenado de símbolos diabólicos, entre cómicos y tétricos, que decoran los portales y los restaurantes, pero por primera vez llega un espectáculo que desde hace muchos años se viene representando en otros Estados más fanatizados. Se trata de la Hell House, la Casa del Infierno. La idea de la Casa del Infierno se la inventó el pastor evangélico Keenan Roberts, y consiste en hacer una representación de cara al público de todos los pecados que pueden enviar a un individuo al infierno. Se asiste como se asiste a un show. Pagas tu entrada y vas de habitación en habitación presenciando las tentaciones a las que Satán nos somete en esta vida: la homosexualidad, por ejemplo, que en los últimos tiempos se ha actualizado, y los actores representan una boda gay; la conducción bajo los efectos de la bebida; el suicidio adolescente; las fiestas desmadradas; el sexo fuera del matrimonio, y el plato fuerte, que consiste en la recreación hiperrealista de un aborto. El padre Roberts tuvo tal éxito con estas funciones evangélicas en Nuevo México que patentó la idea, y actualmente la Casa del Infierno se representa por todo el país y por estas fechas. Si tú quieres hacer una Casa del Infierno has de pagar por ello, como si abrieras una franquicia. El padre Roberts te facilita su puesta en escena, incluyendo el kit para su representación. El kit viene a costar 300 dólares, e incluye un manual, un vídeo para copiar el modo en que se representan los pecados, una cinta con los efectos de sonidos y consejos del tipo de qué clase de carne debes comprar para efectuar la recreación de un feto. Lo extraordinario es la forma en la que esta función religiosa-teatral ha llegado a Nueva York, porque está siendo representada por un grupo de teatro experimental. El padre Roberts se ha sentido un poquito estafado porque este grupo teatral no es evangelista, y aunque han tenido que callar sus verdaderas intenciones porque podrían ser denunciados por la secta, es obvio que aquellos que vayamos a Brooklyn a ver semejante disparate lo haremos para pensar lo que ya pensábamos, que el mundo se ha vuelto loco, o, peor aún, que siempre estuvo loco y nosotros nos hemos caído del limbo.
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