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Columna
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La sostenibilidad de los usuarios

Cuando asuma la obligación de mantener conversaciones serias con mis hijos y me lance, como buenamente pueda, a proponer para ellos algún modelo de conducta, procuraré evitarles adjetivos de gravoso cumplimiento. No les diré que en su comportamiento público y privado sean buenos, generosos, íntegros u honrados. No cargaré sobre sus hombros misiones tan inhumanas. Les diré algo más acorde con los tiempos: les diré que sean sostenibles.

Creo que nuestra obligación, en este decisivo momento de la historia, es ser sostenibles, sostenibles así, un poco en general. La distraída lectura de la prensa me ha llevado a subrayar en un solo día, sin excesivo esfuerzo indagador, conceptos como desarrollo sostenible, disponibilidad de agua sostenible, crecimiento sostenible, estado de cosas sostenible, sector vitivinícola sostenible, gestión sostenible, financiación sostenible, consumos eléctricos sostenibles y modelo productivo sostenible. Eso por no hablar del célebre hallazgo compositivo que formuló recientemente una diputada foral de nuestro paisito. Con el fin de negar la llegada de más contingentes de menores inmigrantes a los centros de atención del territorio, aseguró que la nuestra era una "solidaridad sostenible". Vamos, que precisó lo egoístas que somos (yo incluido, ella incluida), pero con un lenguaje discreto, aceptable, de manifiesta sostenibilidad argumental.

Pienso que si fuéramos tan sostenibles como nos gustaría, otro gallo cantara. Pienso que nuestro futuro y el de las próximas generaciones pasa por una firme apuesta en pro de la sostenibilidad. ¿Qué es lo que debe ser sostenible? Para la concreción de tan arduos extremos contamos con nuestra clase política, pero podríamos adelantar que, en líneas generales, necesitamos economía sostenible, clima sostenible, riqueza sostenible, consumo sostenible. Y que estamos descubriendo ampliaciones del concepto como solidaridad sostenible u ocio sostenible. En suma, todo debe ser sostenible. Todo se debe sostener. Todo debe pender con gracilidad y ligereza de nuestra conciencia, sin curvarla nunca en exceso. La búsqueda de la perfección moral es sostenible. Un mundo paradisíaco sería un mundo sostenible. Las economías familiares afrontan gastos sostenibles. Yo desearía incluso que los impuestos fueran sostenibles, aunque ahí sí nos encontramos ante una insostenible pugna. Que nadie nos dé gato por libre, pero, eso sí, que la liebre sea sostenible.

Preveo un mundo de coches sostenibles donde la contaminación sea sostenible. Sostenibles sean las ayudas sociales, las matrículas universitarias, los geriátricos y las cuotas de los seguros. Tornen a ser sostenibles las relaciones humanas. Hasta nos descubre este palabro posibilidades políticas inéditas: podemos exigir una criminalidad sostenible, una inmigración sostenible, un déficit público sostenible. Ojalá que los fraudes fiscales sean sostenibles y que la conducta de la policía, a la hora de usar la porra, se guíe por criterios sostenibles.

El lenguaje político está lleno de hallazgos verbales de hondo encanto reglamentario, de profunda evocación administrativa. Uno de mis favoritos es el término "usuario". Ya no hay conductores sino "usuarios de autopistas", ni enfermos o pacientes sino "usuarios de Osakidetza". Recientemente otro diputado foral (lamento tomarla con ellos, pero es su verbo embriagador) mencionaba sin descanso, en una entrevista de radio, el concepto "usuarios y usuarias de las playas". Al margen de resignarnos a la duplicidad de género (que hace de la prosodia del engendro un trabalenguas), asoma allá al fondo una pregunta principal: ¿cómo se puede denominar "usuarios" a los que son meros bañistas? ¿Qué extraña dignidad político-administrativa otorga ese palabro a gente que chapotea, toma el sol y airea sus carnes en armonía cósmica con la naturaleza? Y todavía más, ¿no sería necesario que, para su cabal mantenimiento, los usuarios y las usuarias de las playas mantuvieran conductas sostenibles?

Me niego a responder una pregunta de semejante tenor.

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