La peligrosa actualidad
En la vieja Europa, aunque sea en el rincón ibérico y a diferencia de lo que sentimos en el Finisterre chileno, uno tiene la impresión de que las noticias son un bombardeo constante. Cada día tiene su afán y su sorpresa, y a menudo la sorpresa es mala, terrible. Hace alrededor de tres años participé en Berlín en un jurado internacional de periodismo de reportaje. Me había invitado la revista Lettre International, en la que había colaborado un par de veces. Pues bien, leí manuscritos traducidos del chino y de otros idiomas y obras escritas en inglés, en francés, en español. El texto ganador, por el que voté sin la más mínima duda, fue un reportaje de una periodista rusa, Anna Politkovskaya, sobre la guerra de Chechenia. Era una guerra siniestra vista desde adentro, contada con una valentía a toda prueba, en el estilo descarnado, directo, que es propio del género, pero que en la tradición literaria rusa casi no existe. Recuerdo los enfrentamientos verbales de la reportera con oficiales culpables de atrocidades. Al leerlos, tenía la impresión de que esos militares iban a sacar una pistola y a eliminar a esa interlocutora molesta de un par de tiros. Las noticias norteamericanas dicen que la Politkovskaya era a veces algo atolondrada, que actuaba con poca experiencia. Pero tenemos que preguntarnos qué posibilidades había tenido de adquirir una gran experiencia de reportera, en un país donde la libertad de prensa no se conocía ni de vista y donde el género del reportaje libre sólo había empezado a existir en los años de la juventud de ella.
Creo que alguna vez hablé de una novela de León Tolstói, Hadji Murat, y de su condición de relato anunciador y precursor. Cuando Tolstói hizo su servicio militar en la región de Sebastopol, a mediados del siglo XIX, fue testigo cercano y hasta participante en una guerra separatista de los chechenos muy parecida a la de hoy. En la novela usó una metáfora que todavía recuerdo muy bien: el narrador compara a Chechenia con una especie de cardo llamado "cardo tártaro". Uno trata de arrancarlo de la tierra, explica, y se hace profundas heridas en las manos, se complica, suda como un condenado, y el cardo resiste. Era un punto de vista ruso, desde luego, pero también era el resultado de una experiencia dolorosa y única. Es probable que la visión de Tolstói quedara marcada para el resto de su vida por aquellos lugares, por personajes de una resistencia nacional tan duros, tan complejos, tan enigmáticos como Hadji Murat, un guerrillero que se había convertido en leyenda.
Ahora ya conocemos el dramático desenlace de la historia de Anna Politkovskaya. Ella regresó a territorio checheno muchas veces, no bajó nunca la guardia en su denuncia de los horrores de aquella guerra, y acaba de ser asesinada en Moscú, a sus 48 años, en la entrada del ascensor de su casa, por un pistolero profesional. Había sido amenazada muchas veces y ya sabemos hacia dónde apuntan todos los indicios. Los asesinatos no explicados, a manos de asesinos a sueldo, forman una serie larga en la Rusia de años recientes. Las víctimas son periodistas, profesionales, hombres de negocios que han entrado en enfrentamientos de diversa naturaleza con la política oficial. En los días que siguieron a este nuevo crimen, Vladímir Putin ni siquiera se dignó referirse al suceso. Ahora, después de una larga conversación con Angela Merkel, ha dicho que el asesinato de Anna Politkovskaya le hace mucho más daño al Gobierno ruso que sus denuncias de la guerra. Ha insistido, además, en un criterio muy característico de la Rusia pos-soviética: la influencia del periodismo, por combativo que sea, en la acción real del gobierno es escasa, perfectamente marginal. En otras palabras, Putin nos quiere hacer creer que el asesinato es la probable obra de sus enemigos políticos y no de sus esbirros secretos. Pero ocurre que la Rusia dominada por mafias, dotada de un Estado de derecho incipiente, tiende a recurrir a métodos que son comparables a los de Lavrenti Beria y de otros jefes de las policías secretas del estalinismo. Y al pensar así, no podemos olvidar que Putin hizo su carrera en los servicios de seguridad.
Si observamos el panorama actual sin prejuicios, sin hacernos ilusiones, las conclusiones son inquietantes. ¿Llegaremos alguna vez a saber algo sobre el asesinato de Politkovskaya, aparte de conocer esas imáge-nes siniestras de su asesino pocos minutos antes del crimen? Nosotros, en Chile, y creo que es un mérito nuestro, a pesar de todas las críticas, y en especial de las críticas europeas, sabemos mucho y estamos en vías de saber todavía más de los crímenes de Orlando Letelier, del general Prats, de Carmelo Soria, de tantos otros de nuestros torturados y desaparecidos. A menudo, sentimos la tentación de pedir un punto final, pero la realidad contemporánea nos indica que es mejor el conocimiento, el exorcismo de los fantasmas y los demonios practicado por la memoria colectiva, que el silencio y la ignorancia elevados a la condición de sistema. Después del asesinato de Orlando Letelier, para citar un caso concreto, los portavoces de la dictadura sostenían en todos los tonos que el crimen perjudicaba al régimen de Pinochet y sólo beneficiaba a sus enemigos. Es decir, los regímenes autoritarios actúan con los mismos reflejos condicionados en todos los lugares y en diferentes épocas. Además, mienten sobre sus objetivos esenciales: con cada crimen, las dictaduras no sólo persiguen destruir a un enemigo particular, más o menos peligroso, sino además amedrentar, producir un efecto general de miedo colectivo.
El comunismo al estilo del siglo XX se acabó en el mundo, con algunas excepciones marginales, pero no hemos examinado todavía los temas de fondo del poscomunismo. En la Rusia de hoy existen síntomas de un apego incipiente, menor, en alguna medida patético, a las libertades occidentales. Si uno piensa en figuras como Isaac Babel, Osip Mandelstam, Mijaíl Bulgákov, Alexandr Solzhenitsin, en un hombre de ciencias desencantado de su papel y convertido en disidente, como era el caso de Andréi Sájarov, llega a la conclusión perturbadora de que la situación actual es probablemente peor. Los grandes disidentes, sobre todo en los años que siguieron a la muerte de Stalin, tuvieron la posibilidad de formarse como intelectuales críticos y a la vez de utilizar las reglas jurídicas del sistema para defenderse. Boris Pasternak, por ejemplo, no pudo viajar a Estocolmo a recibir su Premio Nobel, pero pudo sobrevivir adentro de su país y ejercer una influencia interna, como poeta, como hombre de ideas, como traductor, sin duda extraordinaria. He visitado alguna vez su dacha de Peredelkino y he tenido esa impresión: la de una fuerza vigilada, encadenada, pero que se dejaba sentir a todo lo largo y lo ancho del territorio. Se podría llegar a una conclusión paradójica: Stalin no había conseguido y hasta cierto punto no había querido destruir la tradición de cultura de su país. Es probable que el enorme esfuerzo de la guerra, además, lo haya empujado a rescatar valores que tenían algún tipo de relación con algo que podríamos llamar el espíritu ruso. Cuando escucho alguna sinfonía de Dmitri Shostakóvich, alguna cantata de Prokófiev, cuando leo algún poema de Pasternak o de Anna Ajmátova, siento que ese estado de ánimo, esa actitud profundamente creadora, podían existir a pesar de Stalin. Y Stalin, dictador intuitivo, astuto, conocedor de su país, se manejaba frente a esas fuerzas con evidente prudencia. La historia del periodo está llena de curiosos episodios de encuentros del Padre de los Pueblos con los grandes personajes del cine, del teatro, de la música, de la poesía. Podía ocurrir que felicitara al cineasta Eisenstein después del estreno de Iván el Terrible y que acto seguido prohibiera la exhibición de la película. La última lectura recomendable para conocer estas situaciones por dentro es el Koba del escritor inglés Martin Amis.
Da la impresión de que en la Rusia de ahora, la de Vladímir Putin, no existe el menor desliz, la menor complejidad, el más mínimo respeto por estas realidades intangibles. La herencia del impresionante pasado cultural ruso, amenazada, sofocada, subsistía incluso en los años más duros del estalinismo. Ahora, en cambio, en una caricatura de democracia, tenemos la impresión de que Rusia se ha convertido en un desierto. Y es necesario agregar algo todavía peor: que todo esto ocurre con una relativa, hipócrita complicidad de Europa y de Occidente.
Jorge Edwards es escritor chileno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.