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Columna
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Anatomía

Está muy generalizada la creencia de que los seres vivos -animados o no- están construidos con un exceso y complejidad innecesarios. Si miramos un mosquito al microscopio o con una lente de bastante aumento, nos admira el derroche de imaginación que se advierte para la creación de un ser cuya utilidad está generalmente puesta en duda.

Si de ellos pasamos al cuerpo humano, sea el de una persona cualquiera, una supermujer, un superhombre e incluso un candidato a las elecciones municipales y pudiéramos verle por dentro -o inventarlo como hace el formidable doctor House-, el pasmo superaría lo mayúsculo. Docenas de huesos, centenares de músculos, kilómetros de venas, millones de células que parecen responder a misiones indispensables en cualquier momento. Especialmente, cuando nos duelen.

A pesar de su enorme variedad parece que cada elemento, por subalterna que creamos su utilidad, cobra imperioso protagonismo al sentirse maltratado. Si hoy alguien me preguntase cuál es la porción de mi anatomía más importante -o entre las más notables- respondería, sin vacilar, que el dedo gordo de la mano derecha. Idéntica estimación valdría para la siniestra mano de un zurdo.

El descubrimiento es reciente. Ayer mismo espachurré uno de los míos en la verja del ascensor. Parece asunto baladí, pero desde entonces vivo pendiente del pulgar tumefacto, dolorido, que tropieza con todo y va pasando del torvo morado oscuro al violeta amarillento. Sólo tiene dos falanges, pero resulta sorprendente el abanico de movimientos y funciones que tiene y desempeña.

Cuídenlo con especial esmero porque es indispensable para el desempeño de nuestros más cotidianos e indispensables gestos. Ese pulgar magullado no puede desenroscar el tubo de pasta dentífrica -o cualquier otro tipo de tubo-, ni subir o bajar una cremallera, o utilizar con soltura el calzador para que entre el pie en el zapato. Ya a la hora del desayuno comprobé con desolación, que no podía sostener con esa mano la taza de café, torpemente asida con el índice por el asa, ni extender con soltura el aceite sobre la rebanada. Fue imposible enganchar la pulsera del reloj y hube de ponérmelo en la muñeca derecha, como el rey Juan Carlos y el príncipe Felipe. Recordé que también el antecesor, Alfonso XIII lo llevaba en el mismo sitio, lo que me da cierto involuntario aire monárquico.

Refiriéndome siempre al multitudinario mundo de los diestros, prueben a manejar con soltura el mando de la tele, que suele obedecer puntualmente a una casi automática presión. Al mismo tiempo comprobaremos constantemente que ese dedo tropieza en todas las esquinas, y proclama su importancia hasta cuando intentamos sacar el pañuelo del bolsillo y no digamos empuñar el boli. Para un diestro que se afeite con maquinilla y crema, la ceremonia matinal será una misión imposible.

Me consuela que, después de llevar casi diez años manejando el teclado del ordenador, no haya aprendido a pulsar la tecla de los espacios con el pulgar, casi único consuelo a esta ridícula y transitoria minusvalía. Pretendí que me lo envolvieran en un vendaje provisional, con el fin de defenderlo de las asperezas externas, pero no se lo recomiendo a nadie. Quizá una tirita, porque el apósito parece atraer con incontenible violencia el choque con los objetos que nos rodean.

Uno de los llavines que pretende guardar la puerta de mi apartamento no pudo ser manipulado, ni con ayuda de la otra mano, sin un prolongado y doloroso esfuerzo. Cuando trabajo -que es ¡ay! todos los días-, observando escrupulosamente sañudo mandamiento bíblico, conservo la manía de hacerlo ante un viejo reloj de cuerda, que necesita ser mantenido cada 24 horas; ese nimio gesto -que ha caído en desuso- resulta imposible con la mano contraria y he de esperar a la curación del condenado dedo para recuperar la inofensiva costumbre de utilizar el vetusto cronómetro. He de confesar que nunca me ha servido de inspiración y que para saber la hora utilizo el normal de pilas.

He mencionado sólo unas pocas de las infinitas actividades irreemplazables a corto plazo, que tenemos encomendadas a este gordezuelo dátil.

Nunca me cansaré de recomendarles que no se machaquen los pulgares y menos con la tapa del baúl, porque su capacidad se verá sensiblemente disminuida y, además, creo que no está homologado en las bajas por enfermedad o accidente.

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