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LA NUESTRA
Columna
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El buen rollo

¿Me permiten un pequeño rodeo?

A finales de los años ochenta, las sociedades europeas iniciaron una transición que acabó cambiando todo, desde la configuración de la estructura productiva hasta el modo de entenderse a sí mismas. Fue, entre otras cosas, un proceso de desestructuración de la política democrática: vaciado de competencias del Parlamento, conversión de partidos y sindicatos en franquicias, desplazamiento de los poderes del Ejecutivo a grandes corporaciones privadas y un extraordinario incremento de poder de los medios de comunicación de masas. Estos indujeron la sustitución de la conciencia cívica de los derechos por una banalización universal en la que el relativismo pasó a significar que todo daba igual. La moda intelectual de esa época sigue arrollando: el descrédito de las ideologías de derecha y de izquierda desembocó en un nihilismo pasivo, débil, que en realidad servía para que el ciudadano desistiera de cualquier tipo de resistencia al nuevo poder emergente.

En la radio y la televisión de ahora estamos en el nivel más simplón de aquella ideología: el buenrollismo. El buenrollismo consiste en una edulcoración de la realidad, una evaporación del núcleo duro de los conflictos que permite presentarlos de una forma trucada que los lleva a una solución igualmente trucada: el núcleo duro ni se nombra y sigue vivo en la historia de la gente que acude cada tarde a los programa de testimonio. La creencia que programas como La buena gente (la "novedad" con la que Canal Sur ha sustituido a Juan y Medio) inducen en el espectador es que sólo la televisión es capaz de arreglar lo que en la vida resulta insoportable. Y esta fe en en el mundo virtual es un fraude mayúsculo. La buena gente tiene como eslogan la increíble aseveración de que "Se acabó la soledad". No cabe imaginar un destilado tan perfecto de esa variante sonriente del nihilismo que hace de la televisión el único lugar posible para el milagro. La coartada del entretenimiento, con su mezcla de buenas intenciones y perversidad política inconsciente, desplaza el mundo real a un escenario en el que lo importante pasa a ser la lógica del espectáculo, y nada más. Y así, lo que vemos son tratos en los que primero se exponen las condiciones de la demanda (viuda sin cargas, de buen ver, etc.) y luego se evalúa la demanda que entra por teléfono.

Lo importante es esta superchería de ofrecer la televisión como el lugar en el que, bajo las condiciones que impone el medio, la vida de la gente se puede hablar, discutir y hasta componer: sólo en la televisión, que ya se ve en toda Andalucía, es posible la fe en una salida para la vida propia. No sabía que fuera función de una televisión pública acabar con la soledad. ¿No es ya una obscenidad esa idea de la soledad como algo que puede resolverse con un trato hecho en un plató y que se sella con un gran aplauso del público? El buenrollismo es esta banalización de la vida.

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