Encerrados con un solo juguete
Michel, el protagonista de Plataforma, es un funcionario del Ministerio de Cultura francés. Cuando sale del trabajo reparte su ocio entre los peep shows de París y los 28 canales de su televisor. "Mi entusiasmo por los coños", dice a poco de empezar su soliloquio, "es una de las pocas características humanas que me quedan". Michel, bien se ve, está harto de todo. De su trabajo, de los otros y de sí mismo. Una herencia inesperada le permite escapar a Tailandia para resolver uno de sus grandes problemas: "Ligarse a una desconocida y follar con ella se ha convertido en una fuente de humillaciones. Es más fácil ir de putas. Pero las putas de Occidente son desechos humanos". Es una frase muy característica de Houellebecq: la irónica justeza del diagnóstico -el imperativo de goce como fuente de todo mal- trae de la mano una tremebunda igualación a la baja.
A propósito de Plataforma, de Houellebecq, en versión teatral de Calixto Bieito en Barcelona
En Tailandia, Michel conocerá a un puñado de alegres desesperados. Como Robert, catedrático de matemáticas, jubilado a los 49 años, que dedica su vida al turismo sexual (tirarse niñas, concretamente) y sustenta, entre otras ideas peculiares, que la base del racismo es "la competencia por la vagina de las mujeres jóvenes". O Daniel, un amargo humorista televisivo en vía hacia el suicidio, que se lamenta de que "la sociedad actual ha roto tantos tabúes que ya no queda nada por transgredir". Cuesta discernir si todo lo que Houellebecq pone en boca de sus personajes es reflexión personal o sátira negra, y tal vez esa ambigüedad sea su comodín, aunque uno tiende a desconfiar de un autor que se pasa la náusea por el forro cuando argumentalmente le conviene. Porque entre mamada triste y enésima imprecación, Michel se enamora como un becerro de Valérie, una alta ejecutiva. Y viceversa, sorprendentemente. Valérie es un chollo, "una mujer que siente placer y desea ofrecerlo". Come de todo y le ofrece, entre otros regalos, un mènage à quatre con una pareja negra. Que la buena de Valérie pueda enamorarse de un pelmazo del calibre de Michel puede entenderse como una fantasía de Houellebecq o un perverso giro sarcástico, pero ni los mejores polvos sacarán a nuestro héroe del lodo jeremiaco: "Los occidentales tienen todo lo que quieren y no consiguen encontrar la satisfacción sexual. En Oriente hay millones de personas que sólo pueden vender su cuerpos, su sexualidad intacta".
Así las cosas, Michel propone a Valérie y a su socio Jean-Yves, ambos en el negocio hotelero, la creación de un paraíso para europeos alicaídos en Pattaya Beach, que "es al sexo lo que Lourdes al agua bendita". De nuevo, el escalpelo social hace sospechar un truco de guión para un apocalipsis moralista. Se diría que Houellebecq necesita que vuelvan a Tailandia para que haya castigo, anunciado en un monólogo del viejo Robert ciscándose en el islam, "el monoteísmo más extremo y radical que se conoce". En plena fiesta de inauguración del superburdel, los integristas pegan un bombazo. Palman todos menos Michel: ha de quedar vivo para sentenciar que "hemos creado un sistema en el que ya es imposible vivir". Que Plataforma me parezca una relectura posmoderna de Gran Hotel y Amor y muerte en Bali de Vicky Baum es del todo secundario ante la puesta en escena de Calixto Bieito, que con ayuda de Marc Rosich ha levantado un espléndido espectáculo, una inteligente y perturbadora fantasmagoría. Desde su Nada terminal, colgado de Trankimazín y Jack Daniel's tras el atentado, Michel recibe la visita de sus muertos, condenados, como él, a repetir gestos, palabras y movimientos sin éxito en un infierno de dos dimensiones (una hilera de cabinas de sex shop y el bar de un hotel con un lujurioso piano forrado de leopardo) que, metáfora perfecta, gira incansablemente: doble aplauso para el escenógrafo Alfons Flores y para Xavier Clot, artífice de esa luz helada y sulfúrica. Una hilera de televisores vomita trallazos de porno duro, pero los celadores de la moral pueden dormir tranquilos: a los diez minutos la reiteración hace que los veamos como samplers de quirófano. Aquí el sexo es literalmente oral, y las descripciones más gráficas resuenan con la lúgubre cadencia de un oratorio.
Bieito y Rosich han introducido la novela de Houellebecq en una centrifugadora onírica que tritura y expulsa la hojarasca, convirtiendo el texto en una lanzadera escueta y urgente de monólogos entretejidos: pura materia dramática. El juego escénico establece una tensión constante entre la energía nerviosa de los actores, siempre propulsada hacia delante, y la atmósfera decadente que tiende a congelarlos. Habitado por un extraordinario Juan Echanove, que sostiene la función sobre sus hombros como quien acarrea un fardo viscoso, Michel tiene ahora un cuerpo doliente y sonámbulo, con una vulnerabilidad que no le imaginábamos sobre el papel, atravesada por una alegría infantil y subterránea que le hace dislocar una perorata en caída libre con la inesperada fuga de Surfin' USA, del mismo modo que "sabemos" mucho más de Valérie gracias a la sensualidad elegante y fatigada de Marta Domingo, pedazo de actriz: su forma de cantar J'écoute de la musique saoûle, de Françoise Hardy, vale por seis páginas de novela.
Hacía falta esa carne actoral para que viéramos Plataforma: el curvo garabato de jabalí lúbrico con que Carles Canut dibuja a Robert, la fría agitación neurótica que sacude al Jean-Yves de Lluís Villanueva, el desamparo tuerto del Lionel encarnado por Mingo Ràfols, o el claqué invisible y taladrante con que Boris Ruiz calca a Daniel sobre la silueta de Krusty el Payaso, todos ellos sobrevolados por ese ángel desnudo (revelación: la cantante y bailarina Belén Fabra) que gira en la barra dorada y narra su violación en un metro parisiense desde el rincón más aterido del infierno. En manos de Bieito y la formidable compañía del Romea, la novela de Houellebecq se convierte en un rotundo artefacto teatral que, tras los aldabonazos de El Rey Lear y Peer Gynt, marca su entrada en una etapa de madurez expresiva.
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