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La Portuespaña

La idea de mayor atractivo para la vida española de los últimos tiempos no ha llegado del corazón español, sino de la población portuguesa que en casi una tercera parte, según el semanario Sol, dijeron a formar una sola nación con España.

Sin duda alguna, si la consulta se dirigiera a los españoles la anuencia sería masivamente superior y al menos tan entusiasta. ¡Por fin un proyecto colectivo con el que ilusionarse tras muchos años de regreso al particularismo (regional, político, profesional) de su España invertebrada y cuyo retrato vivimos en una segunda y actualizada edición!

Decía Ortega: "No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí; esa cohesión a priori sólo existe en la familia. Los grupos que se integran en un Estado viven juntos por algo; son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo". Y agrega: "No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista... Las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana".

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¿Programa para el mañana? No se otea otro programa mayor en el horizonte que la progresiva desagregación de las autonomías. Cumplido el ideal democrático, integrados en la Unión Europea, alcanzado el "matrimonio" homosexual, prohibido fumar, ¿qué otro sueño queda por realizar? Precisamente, la actual situación española, reblandecida la patria, desabrochadas las regiones y abiertos a la plurinacionalidad, la ocasión no puede ser más óptima para apegarse a un vecino. No haría falta siquiera cambiar de Gobierno. Este presidente que a tontas y a locas ha hecho tanto por descomponer la idea de España como nación sería el más idóneo para dirigir la alianza. No en vano ha desplegado la fantástica Alianza de Civilizaciones ("orla de mandarín", diría Ortega) sino que, como todo el mundo sabe, en lo se refiere a ligues siempre triunfan más los cascos ligeros que el pensamiento profundo.

¿Qué impide entonces la fusión? Portugal se convirtió en un reino autónomo en 1143, tres siglos antes que España, pero los continuos conflictos con Castilla, la rivalidad entre los dos Imperios, las guerras recurrentes y la decadencia de los 60 años vividos bajo los gobiernos de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, alimentaron el sentimiento antiespañol. En el siglo XIX dos principales factores desbarataron las reiteradas propuestas para formar la llamada Unión Ibérica. Uno fue el soterrado boicot de Inglaterra y Francia, interesadas en el fracaso de un proyecto que incrementaba la fuerza de un rival, y el otro fue precisamente la resistencia popular portuguesa. Pero esto ya no continúa así puesto que nuestro tiempo tiende a ser desprejuiciado y amnésico, consumista de la memoria histórica y proclive a la experimentación.

El movimiento nacionalista tendente a unir entidades y no a disgregar las constituidas, cuajó en los ejemplos de unidad en Alemania e Italia y su réplica podría haber sido la Unión Ibérica. Que no fuera así debe atribuirse a la caída de la monarquía portuguesa (1910) y el auge del republicanismo que fomentó una etapa de fuerte nacionalización al punto que de esa época son la bandera y el escudo, el himno y la normalización ortográfica portuguesa. Pero además, según dice Mater Dolorosa -la excelente obra de Álvarez Junco-, el nacionalismo portugués encontró gran refuerzo en la hispanofobia, puesto que la fobia bien cocinada viene a ser, como el botillo: alimento nacionalista de aportación calórica primordial.

Nutrida la nación portuguesa con estos víveres atosigantes la digestión lentísima fue conservando la aprehensión hacia lo español y, en la segunda década del siglo pasado, los únicos que fundaban organizaciones "ibéricas" eran los anarquistas. Unos chalados.

¿Unos soñadores? Una historia larguísima sostiene el sueño de la unidad ibérica, primero como una sola corona basada en las ambiciones territoriales de los reyes a uno y otro lado de la frontera y luego como nación. Si la imantación ha permanecido hasta hoy como un romance por consumar la razón debe buscarse no sólo en una abrupta atracción incestuosa sino al deleite de la fácil comunicación.

Durante la Edad Media las elites se manejaban fluidamente en los principales idiomas peninsulares y, como cuenta Álvarez Junco, si "los poetas castellanos se expresaban en galaico-portugués en los siglos XIV y XV, como en los XVI y XVII los portugueses Camóens o Gil Vicente, o el catalán Boscán, escribían en castellano".

¿Un cuerpo con los portugueses? No se conoce un proyecto más excitante para el atufante presente político español que la airosa copulación con los portugueses. Frente a la tabarra de las secesiones, los tiros de las autodeterminaciones, los grilletes de las etnovisiones, un enlace desahogado y liberal donde la mezcla promovería un proceso metabólico tan imprevisible como animado, muy acorde con la cultura general del entretenimiento y contra el refrito del particularismo regional o "nacional". No hay más que ver en la pantalla de la CNN los lastimosos spots sobre los atractivos de Eslovenia o Montenegro flotando en el marco global para constatar, al cabo de la vicisitud, el grotesco efecto de su pretendida singularidad.

Contra el freudiano narcisismo de la pequeña diferencia el ancho placer de la fusión. Contra el excluyente hecho diferencial el gozo interactivo de las mixturas. Junto al narcotizante diseño de la Alianza de Civilizaciones, o cuento de Las mil y una noches, se alza un estimulante proyecto a pleno día y con un cuerpo espontáneo de carne y hueso.

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